Hoy he soñado con la muerte y aún guardo la impresión/certeza de saber que me moría. Mi amiga M. tiene miedo porque está rodeada de ella, le salpica en cada esquina de su casa, la siente como un mar viscoso de petróleo donde ella no se hunde pero chapotea.

En mi libro de ayer, inesperadamente, el niño coge la pistola que le tiende el padre y se pega un tiro en la cabeza. Tuve que leerlo dos veces, incrédula. Tuve que retroceder  dos páginas atrás por si me había perdido algo mientras contenía el bostezo. Pero no, estaba ahí y era repentino. O puede que no tanto, porque en el texto simple, casi simplón, su autor había dejado algunas pistas tejidas desde gestos cotidianos, repeticiones, diálogos básicos y una atmósfera cargada pero no barroca. (No daré el título porque lo acabo de destripar, salvo que alguien me lo pida).

Y luego soñé mi muerte.

Recuerdo mis primeras pesadillas después de ver Las  aventuras de Tom Sawyer. El Indio Joe lo persigue por una cueva con un cuchillo y los ojos de bestia con hambre. Debía tener seis o siete años y mis padres pensaron despreocupados que era una película infantil basada en un relato de Mark Twain. Mentira. Volví temblando de esa película y durante años tuve pesadillas con el malvado indio Joe, mientras otros se reían del desastre con mocos llamado Huckleberry Finn.

El miedo es elegir al indio. Y leer por la noche un libro engañoso donde el autor te sacude un tiro en la sien después de tenerte entretenido pescando y cazando. Y cuando ocurre, te sobrecoges y querrías no haber llegado a esa página, pero entonces es tarde.

Como en la vida.

Mi amiga quiere vivir y va a vivir, pero la otra noche me dijo con tono neutro, sin latido: “Creo que me voy a morir”. El Indio Joe se ha instalado en el zaguán de su casa y afila la navaja. Mi amiga necesita una corriente de aire frío y salir al sol, huír de la cueva y lanzarse al río Mississippi

Morirse es saber que el armazón que te habita ya no te pertenece. Que no hay nada después. Que serás nada y cuanto antes habría que construirse una cabaña y llenarla de pensamientos en salazón.

Qué miedo he pasado.Y ahora recuerdo que ayer mi amigo R. me recomendó leer ese librito de Mark Twain llamado “El Diario de Adán y Eva” . Le respondí: “Me lo sé de memoria”. La mente, el inconsciente más bien, es caprichoso y se confabulado para matarme sin piedad. Así que, terrorífico Mark Twain, me quedo con el paraíso terrenal, la vida y el amor antes de que apareciera la serpiente. Y al indio Joe, que le vayan dando…

EL DIARIO DE ADÁN Y EVA. (Lectura imprescindible para matar pesadillas)

Viernes.- A pesar de todo cuanto yo hago, sigue el desatinado poner nombres a las cosas. Yo tenía pensado para esta finca un nombre muy apropiado, que suena bien y es bonito: Jardín del Edén. Para mis adentros sigo llamándolo así, pero no en público. El animal nuevo afirma que todo él está compuesto de bosques, rocas y paisajes, no pareciéndose en nada a un jardín. Dice que da la impresión de un parque, y que únicamente de un parque. Y por eso, sin consultar conmigo, le ha puesto nuevo nombre: Parque de las cataratas del Niágara. Yo creo que es una arbitrariedad. Y ostenta ya un cartelón:PROHIBIDO ENTRAR EN EL CESPED
 

La felicidad de mi vida ya no es la que era.
Sábado.- Este animal nuevo se atraca de frutas. Lo más probable es que nos escaseen. Nos otra vez; es decir, la palabra que emplea él, y que, a fuerza de oírla, empleo también yo. Esta mañana hubo gran cantidad de niebla. Yo no salgo cuando hay niebla. El animal nuevo, sí. Haga el tiempo que haga, sale fuera, y después se mete dentro, dejando la marca de sus pies llenos de barro. Y se pone a hablar. ¡Con lo bien y tranquilo que yo estaba aquí!
Domingo.- Pasó al fin. Me está resultando cada vez más cargante este día. El pasado noviembre lo elegimos y señalamos como día de descanso. Antes de eso disponía yo de seis por semana para descansar. Esta mañana encontré al animal nuevo cuando trataba de echar abajo con terrones alguna manzana del árbol prohibido.
Lunes.- El animal nuevo dice que su nombre es Eva. Me parece bien y nada tengo que objetar. Dice que lo llame por ese nombre cuando quiero que venga a donde yo estoy. Le dije que, si era para eso, estaba de más. Es evidente que con esto salí ganando en su respeto; la verdad es que se trata de un nombre amplio, que está bien y se presta a repetirlo. Dice que no debo usar la palabra él, sino la de ella, cuando hablo de su persona. Sobre eso habría que hablar probablemente mucho; a mí me es igual; me tendría sin cuidado lo que a ella se refiere, si se las arreglase para vivir ella sola, y si no hablase.