Siempre he admirado secretamente a esas mujeres que encaran solas la barra de un bar. Allí piden en voz baja una cerveza,  un gin-tonic, y dejan que pase el tiempo concentradas en sus pensamientos on the rocks mientras a su alrededor se desata la máquina de las fantasías. ¿A quién espera? ¿qué espera?

Soy consciente de que este apunte suena a viejo cliché de género y asumo mi culpa, pero al menos yo sí me fijo en las señoras de barra de bar. Intento ver qué beben, qué miran y, sobre todo, qué reacciones desatan alrededor. Naturalmente no hablo de la hora del desayuno, ni del café rápido antes de subir a la oficina. Me refiero a esas franjas horarias en tierra de nadie. Y a la noche, por supuesto.

Mi tahúr particular sostiene que “a una tía sola en la barra siempre la entran los moscones”. Que entienden que está lanzando señales para ser abordada, como los barcos piratas. No estoy de acuerdo. No siempre. Hay algo majestuoso en algunas mujeres de barra de bar, algo litúrgico que no debe ser molestado y así sucede.

Una mujer que conocí solía beber cuando todas nos habíamos marchado: “La última me la tomo tranquila, ¿me disculpáis, chicas?” Nosotras accedíamos a sus deseos, la besábamos y la dejábamos en su vitrina de vestal concentrada en el oleaje breve del whisky con soda. Siempre nos preguntábamos qué pasaría después, con quién terminaría la noche. Ella jamás nos lo contó.

Hace unos días esperé a un amigo que siempre llega tarde en un pub irlandés lleno de hombres que bebían pintas de cerveza negra. Pedí una clara de limón y supe que era una mariconada. Cogí el periódico deportivo y miré el reloj, a ratos, demasiadas veces, diría. Un tipo se sentó a mi lado y recogió mi foulard, que se había caído al suelo. Me hizo un gesto divertido pero no seductor y siguió a lo suyo, una cerveza  con patatas y una conversación de mafioso con negocios turbios de la que no me despegué en un rato. Los minutos pasaban y mi amigo me iba enviando mensajes de: “atascado”,”perdón” y etcétera, mientras  yo empezaba a relajarme en la oscuridad del bar, apoyada en la barra y mordisqueando patatas fritas. A mi izquierda cuatro oficinistas de traje y corbata hacían aspavientos machirulos y se reían a carcajadas de adolescente con granos. Nada interesante, dejé de mirar.

La camarera, una mujer, iba y venía silenciosa. Al fin se me acercó e inició una charla amable e insustancial, que agradecí pero secundé lo justo. Me estaba gustando esa soledad. Sentía que mi cuerpo se había acomodado en el taburete en un equilibrio sólido y que podía quedarme allí mucho rato, a esa hora extraña de los bares, sin que nada ni nadie me alterase. Me levanté con cierta desgana cuando por fin llegó mi amigo.

Me gusta ir sola al cine. Me gusta leer sola el periódico en la terraza de un bar. Me gusta salir sola en bicicleta y recorrer el Retiro a esas horas en las que sólo están los jardineros y algunos corredores entrenándose. Para comprar no necesito una segunda opinión que me diga “te queda ideal” o “deja eso, mamarracha” porque ya me lo digo yo, haciendo voces, si es necesario.  Durante mis años de free-lance fui feliz. No se me caía la casa encima ni echaba nada de menos. Cuando las Chukis no están me puedo pasar un domingo entero metida en casa sin dar señales de vida a nadie, desaparecida. Concluí hace tiempo que llevo una loba esteparia dentro, aunque me gusta la gente.

Ahora, además, sé que puedo acercarme a la barra del bar y conquistar el espacio mientras pasan las horas, desfilan los hombres y un camarero me atiende con especial delicadeza.

Solo me falta pedir el gin-tonic de Bombay clásica cuando las otras se han ido, como aquella mujer…