Hasta el día en que vuelva, de esta piedra
Nacerá mi talón definitivo,
Con su juego de crímenes, su yedra,
Su obstinación dramática, su olivo
. (César Vallejo)

A estas horas espero la llegada de mi hija, que a su vez espera en Cibeles a su equipo, el Real Madrid, y una copa muy fea (la undécima, claman, y no entiendo que nadie quiera acumular semejante adefesio de latón  en una estantería). Mi hija, nada forofa hasta donde yo sé, ha considerado que la gesta bien merecía una noche de ronda, la madrugada fresca, impetuosa; la voz terciopelo rasgado por los gritos, el corazón henchido y al galope de un pulso cada vez más discreto, casi desfallecido. 

Esperar es aceptar el fin del mundo. El fin del cuerpo. La desmemoria al rebote desgastado, el recuerdo que sobamos al minuto, paciencia devorada. Cuenta atrás, al menos infinito. 

Esperar es acorcharse, flotar a una deriva que marcaron los otros. Obediencia debida. Descortejo.

Los relojes.

Siempre he preferido esperar que hacerme esperar.  El crimen, para otros. Lo que no me impide aborrecer a los tardones, respingar en las colas, alimentar la furia sin escamas y sentir esa hiedra intransigente que te come las tripas y el aliento al tictac,  sin anestesia. 

Salas de espera. De eso iba a hablar hoy. Llevo varias semanas calentando demoras en asientos muy parcos, y hago fotos. Las consultas de médicos, las puertas de embarque de aeropuerto con sus luces agónicas. Las respuestas, los tiempos. Una sala de espera es siempre tanatorio, da igual como la vistan y engalanen. Se van las horas muertas, como dicen. Se quedan las promesas. 

La humanidad que espera es cada vez más corpórea, y más abandonada. Empiezas a sudar, acomodas los glúteos y la espalda. Te miras el rojo intenso de las uñas como si encerrara la verdad de un enigma. Te cuelgas de una grieta en la pared (como Virginia Woolf en su relato). Cuentas del cien al cero, pero saltando los números primos, por ejemplo. Dejas de oír las voces con toda claridad, y arrebatas los ecos. Enfocas un escote, una corbata vieja, unas manos heridas o un bastón. Se hace la niebla. Compruebas los papeles, no sea que erraste en la hora o el día.

Violas las musarañas. Vas al baño, con todas las cautelas. Te llamarán seguro cuando andes lavándote las manos, pesadilla del turno que pasó. Ser “servidora”. 

Una sala de espera siempre es gris, aunque juegue al despiste de colores. La impaciencia es cetrina como panza de burro desgastada. Calculas las medidas de la estancia: tal vez siete por tres. Se te caen los papeles, los metes en el bolso sin doblar. Pierdes el turno buscando el número del turno. Corres al mostrador: ¿quén era yo? Y te miran con cara de “esa es información confidencial, buena señora”. Y se hace un apagón que es puro ruido. Y vuelves a tu silla, que te ha quitado otro. Otro zombie que espera.  

Esperar es ser un walking dead, ya lo he entendido. Lo mejor que no esperaba ya llegó, de tan inesperado. El resto puede esperar, estoy segura. Mi pecado de impaciencia se purgará más tarde, ya lo siento. Mi hija anda metiendo la llave en la cerradura, se arrastra con una capa blanca como su palidez de una noche de espera, me da los titulares, le pregunto: ¿Has estadotantas horas en pie y sin hacer pis?. “¡Vaya pregunta1”, murmura  ella. Al fin todo en su sitio, ella en la cama y yo velando armas al sol que ya es de día. 

P.D. Dedicado a mis queridos atléticos, que saben de esperar y perder el turno tras partidos agónicos. Héroes del tiempo asesinado. De la gesta inútil, pero gesta.