En el principio fue la seducción, pero se desfondó y terminaron cultivando calabacines en el patio. Las plantas son un gran proyecto común. Casi tanto como los hijos. Eso sí, les da por morirse sin apenas preaviso, pero entonces siembras otra y a otra cosa.

Una campaña electoral es un tipo que cada día te sale con una mata de algo y la anuncia por megafonía, como los gitanos en los mercadillos de pueblo. Así pretende que lo votes. La diferencia es que el gitano siempre me ha hecho gracia cuando vende bragas como el que vende tomates. Pero al político la lencería acrílica le sienta mal. Y cuando la cambia por una idea de pega es definitivamente un esperpento.

Tocan tiempos de mercadeo y alguien tiene que regar el huerto. Hay tipos que son en función de lo que pueden exhibir como suyo: una mujer, un libro, una proclama. Y marujas/os con bocatas en un autobús rumbo a un mítin son una pobre mercancía de los noventa, digo yo. Sin bocata, al seductor se le van agotando los recursos de mago viejo. Y entonces, a veces, hace un vago llamamiento a la inteligencia, al sentido común, a la sagacidad, para que te pares en su puesto. Pero es tarde. No es lo mismo vender calabacines que confianza.

Aquí, como en todo, funciona la ley del deseo. Si el candidato no se hace desear, ya puede acumular share y ponerse ligueros de raso. El deseo es muy traidor. Cuando se esfuma se resiste a volver. No está domesticado.

No os creo, no me representáis. No pienso seguiros el juego ni pararme en vuestro puesto a oler vuestros tomates de plástico. Me declaro en rebeldía, a dieta de mercadillo. Detesto vuestros trajes grises y me dan risa vuestros looks de sport de mítin de domingo en plaza de toros. Parecéis viejos tratando de seducir adolescentes bobaliconas con la gabardina abierta. Torpes aprendices de Humbert.

No, no, no.

-Muerto el deseo, ¿se acabó la rabia?
-En absoluto, dijo ella. Esto no acaba más que de empezar.