De los libros, prefiero un buen arranque. De la noche, esos minutos en los que sientes que el sueño está a punto de vencerte. De la ducha, el primer chorro caliente. Del amor, el cortejo de los primeros días, ese batir de alas en la boca del estómago. De la clase política, la etapa que precede al descreimiento y la avaricia. De las cenas de navidad, los aperitivos.

Mi padre me llamó ayer para concretar el menú navideño. Un poco molesto porque se le había hecho saber que su cordero asado no goza de buena reputación, pese a que llevamos tragándonoslo muchos años, porque para él no hay navidad sin bicho humeante y grasiento sobre la mesa. “Hija, ya me ha dicho tu hermano A. que yo me me limite a los aperitivos. Los langostinos y eso…Este año el cordero se queda en el congelador, que al parecer no gusta…” (con retintín). 

-Perfecto, papi. Ya sabes que es lo que más me mola. Esos langostinos con tu mayonesa…

La mayonesa de mi padre es petróleo amarillo sin refinar. Toda la vida pensamos que la salsa que preparaba él, con aceite de oliva virgen extra, limón a chorros, huevo y sal era estándar. Su sabor, tan intenso, eliminaba el gusto de toda ensaladilla que se pusiera por delante y convertía al langostino en un accesorio puramente carnal  cuando en Navidad nos ponía a la mesa una bandeja con la salsera de porcelana bien llena de “mahonesa” (mi padre jamás dice mayonesa, y parece que es correcto porque el origen es de la isla de Mahón). La mahonesa de mi padre, añadiré, te picaba en la garganta camino del estómago, y dejaba los jugos gástricos aturdidos dos o tres días. Te hubiera dado lo mismo comer de segundo una soga de esparto bañada en pez.

Huelga decir que para las familias del “Cuéntame” el langostino era un plato exquisito, hoy devaluado por la cantidad de bicho ordinariote que se vende a bajo precio y que ha conseguido democratizar las mesas de los españoles. Pero para mi padre, como antes para mi abuela, no hay mesa de celebración sin langostino que se precie. Convenientemente untado, ahogado, en mayonesa.

Los rituales son fundamentales. De ahí que nos resistamos a cambiarlos porque la tradición otorga mucha tranquilidad a nuestras vidas. Siempre hay un cuñado borracho que estropea el fin de fiesta; un hermano que se empeña en jugar al Monopoli a las tres de la mañana, un sobrino porculero que ensaya villancicos con la flauta y una bandeja llena de turrón donde al final quedan dos especialidades, invariablemente: el de coco y el de yema tostada.

Y el día que se rompe una costumbre uno se siente un poco huérfano. En casa solíamos jugar al Bingo después de la cena de Nochevieja. A mi abuela le chiflaba el ritual de los cartones, el reparto de los garbanzos y, lo que más, cantar ¡¡línea!! o ¡¡bingoooooo!. El croupier era, nuevamente, mi querido padre, que montaba para la ocasión una performance con su voz más impostada y llamaba al 15 “la niña bonita” y al 22 “los dos patitos”. Así iban pasando las horas en una casa donde se cenaba demasiado pronto -justo después del discurso del Rey– y donde había que hacer tiempo como fuera, lo que a punto estuvo de convertirnos a los cinco hermanos en ludópatas sin cura.

La Nochebuena tenía también una estructura fija: Planteamiento (“pon los langostinos en la bandeja, nena”). Nudo (¿a que vas a repetir cordero, hija? -No, papi, está buenísimo, pero casi no…) Y desenlace (Yaya, ¿servimos ya el cap de frutas?)

El cap de frutas de la Yaya merece un capítulo aparte. Por alguna razón que se me escapa, ella nunca dijo “macedonia”, como todo el mundo. Cap le parecía más fino y elegante. Casi sofisticado, me atrevería a sugerir. Pero juro que el postre eran todo tipo de frutas cortadas en trocitos y regadas con zumo de naranja y el toque de la abuela: un generoso chorro de Cointreau, cuya botella me fascinaba, y que ella ordenaba servir mirándote de reojillo: “Nena, un poquito solo, a ver si nos ponemos piripis”.

Mis cuatro hermanos y yo pudimos terminar alcohólicos. Ludópatas y alcohólicos. Gracias a los rituales de navidad. Pero ahí estaba mi madre para impedirlo. Porque si mi padre era el rey del langostino, mi madre era -es- la inspectora de la liga antialcohólica. Su obsesión siempre fue retirar la botella de vino de la mesa, para desesperación del respetable, especialmente los yernos. “Ya se ha llevado tu madre la frasca…hay que joderse…”. Y entonces yo me levantaba, corría sigilosa a la cocina y regresaba con el botín, ante la mirada reprobatoria de la Santa Inquisición. En un acto de rebeldía adolescente que aún repito porque en el fondo me divierte la mirada de fastidio de mi madre.

Los años han ido pasando y me doy cuenta de que no soy inmune a la melancolía que provoca la Navidad. Pero sigo esperando, ansiosa, la repetición de esos rituales que me devuelven a mi abuela en su cocina, a mi padre con la batidora perpetrando su salsa demoniaca. A mis hermanos sirviendo el vino mientras nos damos codazos a ver qué cara pone mamá. Y a mi hermana y a mí cortando fruta sin parar mientars nos ponemos al día de nuestras vidas.

Y al resultado lo llamamos “el cap”, y nos sabe a gloria bendita.

PD. Fragmento de conversación recurrente:
-Papi, ¿no te da miedo que esa mahonesa tenga salmonella?
-¡Eso son tonterías, hija! Si llevo haciéndola toda la vida…