El Club. Pablo Larrain

No hay nada tan impúdico como la escritura. El striptease destinado a perdurar, que no persigue la excitación momentánea, sino el asombro calcáreo, permanente. La imaginación es un músculo capaz de estirarse hasta el infinito. Y luego está el cine, que debe darte las pistas sin pecar de demasiado explícito, que te deja frío cuando es mediocre y te clava a la butaca, como chimenea en refugio de  invierno, esas (pocas veces) en que te cuenta una historia potente, redonda, sin fisuras.

Vi “El Club” , de Pablo Larrain, y quise taparme la cara. Llorar. Vomitar. Gritar. Todos los pecados capitales concentrados en una casa de ¿reposo? ¿castigo? en una costa chilena que podría ser Fisterre, perpetrados por quienes deciden qué es pecado y qué no lo es. Penitencia de lujo, pocas normas, que recita y observa la única mujer del grupo: Horas de rezo y de comida. Prohibido tocarse para darse placer. No establecer contacto con la gente del pueblo… 

El galgo como simbolo de avaricia, pero también de afecto puro, ese que habrá que degollar. La gula a la mesa, en silencio y con vino hasta perder la memoria de lo que los llevó hasta allí. La pereza de ver pasar los días sin hacer nada provechoso, apartados del mundo en sus miserias pero chupando ansiosos de sus dones: esa playa majestuosa que da miedo, la niebla permanente. La envidia de los jóvenes que llegan, gozan y se van. La ira del que entrega una pistola, para que el otro mate (yo no fui). La soberbia del cura que acude a sofocarlo todo con su cetro de autoridad moral  y un gesto turbio. La lujuria, modalidad pedofilia -pecado de pecados- contada con toda la crudeza de las palabras que recuerdan los abusos a menores del convento, ocultos durante siglos por los mismos que confiesan y perdonan a los niños que antes de su primera comunión dicen ser malos porque pegaron a su hermana e insultaron al tonto de la clase. 

Capilla del obispo

Después fui a escuchar a las monjitas de la Capilla del Obispo, y ahora entiendo que fue para quitarme la costra de la película. La sordidez frente a esas voces tan puras que entonan salmos y parecen otra iglesia. Más limpia, más cerca del cielo, si lo hubiera. Con ese sepulcro de alabastro tan magnífico que bien merece la visita. A la salida una madre del Cordero -esa es la orden cantora- se me acercó con una caja llena de papelitos como para un sorteo: “Coge uno, cada papeleta es un santo que le protegerá todo el año. Es una tradición nuestra del Día de los Santos”.

El azar me reservó a Santo Domingo de Silos. Benedictino, pastor y eremita. “Gran taumaturgo cristiano del siglo XI”, según leo: “Domingo levantó la iglesia románica y el claustro, y organizó el scriptorium o sala de copistas, donde se creó una de las más completas y ricas bibliotecas de la España medieval”.

Escritura. Domingo era un impúdico de las palabras.  Me guardé el papelito, satisfecha. Hoy sigo rumiando la película, soberbia, hipnótica, incontestable. Amén, Pablo Larrain.