-Reza para que este año no sea yo tu amigo invisible.

Me lo advierte mi querida hermana desde la playa. Como funcionaria que es, se acaba de quedar sin paga de Navidad. Igual que su marido. Son dos ejemplos de servidores del Estado que se dejan los cuernos en su trabajo. Maestros de pueblo con los que no puedes contar para organizar un viaje familiar fuera del estricto calendario escolar porque nunca dejarán a sus chicos en clase al albur de un sustituto más o menos cabreado. Sí, ambos soportan cada año nuestro escarnio a cuenta de sus extensas vacaciones, pero poco se habla de sus sueldos congelados hace años.

Y luego está la cuñada de mi amiga J., empleada en una empresa privada, que va a trabajar cada día con dos bolsos. Llega, deja uno en su asiento y se marcha a resolver recados propios y ajenos, mientras en su oficina, cuando alguien la echa de menos, otro alguien responde señalando el bolso: “debe estar por aquí…”.

Detesto a los vagos. Mi madre nos torturó hasta el infinito en una infancia que ríete de las de Dickens donde estaba prohibido incluso “sentarse como un vago”. A saber, repantingarse en el sofá. Los sábados y domingos, a las ocho y media de la mañana, descargaba el lavavajillas con toda la furia y muchos decibelios y allí ya no dormía ni el Tato. Eso, cuando no enchufaba el aspirador. El resultado somos cinco hijos calambres e incapacitados para dormir más allá del alba. Histéricos, impacientes, precipitados… Pero, desde luego, vagos no.

Y luego está mi amiga C.. una de mis íntimas de la universidad, con las que anoche quedé frente a unas cervezas para comentar las jugadas de la vida. Ella nunca ejerció el periodismo porque descubrió que no le gustaba justo cuando le dieron la orla con las notas. Se fue a una empresa privada de tiburones, sufrió algunas dentelladas y tomó una decisión crucial: sería funcionaria. Naturalmente, lo consiguió y al poco nos hacía las crónicas de sus compañeros: un ejército de vagos, escapistas y trileros que respondían al milímetro a la leyenda del funcionata que sale a hacer la compra y se tira una hora desayunando. Que no se responsabiliza de sus tareas, sino que se siente parte de una cadena de producción sin más aliciente que salir pronto -incluso antes de las tres- y acumular trienios, moscosos y toda esa parafernalia siniestra para las que no opositamos al puesto fijo y a los chollos que lo acompañan.

Así que ayer, cuando Rajoy anunciaba el fin de la paga extra para los empleados públicos, una parte de mí -la que sufrió la aspiradora y el lavaplatos los domingos- sentía que era justo el castigo a esos vagos de salón, mientras la otra entendía que esos otros funcionarios responsables van a pagar que no haya jefes dispuestos a evitar desmanes y a amonestar a los que fichan en falso, a los que se piran antes de la hora, a los que no dan ni un gramo de valor añadido a sus tareas, a los que suman cuarenta días de vacaciones que, bien administrados, devienen sesenta, a los que se piden bajas eternas y no los investigan…

Invento diabólico

Madres y padres del mundo, avisados quedáis: vaciar el lavaplatos a las ocho de la mañana para no educar vagos tiene algunos efectos secundarios que debutan con el tiempo y pueden convertir a tus hijos en jefes chungos que miran mal al diletante, al que se pira a la hora en punto, al que no remata bien sus trabajos. O en empleados públicos hiperresponsables que se pasan muchas tardes diseñando las clases del día después para que los alumnos no sientan que son tornillos de una gris cadena de producción.

¿Y mi amiga C? Pues a sus 45 años sigue estudiando oposiciones para subir en el escalafón, con una tenacidad que nos asombra y admira. Y su jefe tiene suerte de contar con una funcionaria que ha llegado a inventarse su trabajo porque nadie le encargaba nada. Y rellenar así ocho horas de su vida para tratar de encontrarle algún sentido a su condición de servidora del Estado. Un sueldo, una condena, para la eternidad.