Hojeo y ojeo “La broma Infinita”, de David Foster Wallace, y me angustia su densidad óxida. Ese mandato implícito de: “o te sientas y me dedicas dos horas o no merece la pena que te enrolles conmigo, bonita”. Veo a un suicida haciendo malabares con el suicidio de otro, un personaje que fantasea frente a su terapeuta, y me pregunto si se acordaría de él antes de ahorcarse en el garaje.

Recuerdo entonces que hace ya una semana que fui a ver la película sobre Stefan Zweig, “Adiós a Europa”, y me decepcionó profundamente, pero no lo conté aquí porque andaba en otros aleros matutinos. Luego leí algunas críticas y ceo que pensé que esos próceres de la opinión no debían haber leído a Zweig cuando alababan las ¿virtudes? de una cinta rebosante de palabras inútiles, de ese pecado de la literalidad  urdida en detalles banales que seguro el escritor suicida habría denostado. Y me acordé de que mi amiga L. el día de autos me dijo que había visto la película y que no estaba mal, era lenta, pero como a ella “le gusta tanto el escritor…”.

Pues a mí me sucede lo contrario. Soy tan devota que no perdono una mala historia a su costa.

Otro día, de vuelta deshilachada del trabajo, J y yo entramos en la exposición de Lyonel Feininger y comprobamos de dónde bebe El Roto. Esos trazos con hacha de luto radical, en contraste con las marinas. Una belleza tan intelectualizada que intuyes que cada línea emboza un pensamiento proteínico, sin conservantes ni colorantes. Y a veces el fondo es de un inocente tono pastel.

La cultura frente a la barbarie. Como una venda que enjuga tanta mugre. El atentado de Manchester, la enésima detención por blanqueo de dinero, las luchas de poder entre líderes enclenques. La madre explicando que su angelical niña ya era youtuber a los ocho años, qué mona, qué lista la jodía niña. La muerte, la devastación. El Mundo de Hoy, querido Stefan Zweig, no sé qué te habría parecido. A mí todo el rato me dan ganas de salir pitando a mi patio y plantar un árbol. El otro día sucedió. Se tarda mucho en hacer el agujero, lucha contra la tierra apelmazada. Y hay que medir los palmos del sepulcro que es la maceta de plástico del malo donde te entregan la mercancía.

Recuerdo que pensé que cavar para enterrar un muerto, como hacen en las películas, debe llevarte horas.  La tierra es terca como una mula. Y que Foster Wallace debió esbozar una sonrisa torcida, al imaginar el trabajo que sería bajarle de su horca y componer ese cuerpo y fijar la bandana costrosa a su frente enloquecida.

Y luego, o antes, nuestro olivo descansaba en su nicho, y también el madroño, ese arbusto fecundo y optimista que parece tan easygoing, como quien dice, que dan ganas de dejarlo a su suerte. Y un jazmín que no se congela en invierno, nos prometió el tipo del vivero. Y dos lavandas que crecen como bolas de dragón tras una indigestión pesada de elefantes.

Y también he recordado un encuentro balsámico con una mujer delgada y culta en su casa de techos empinados, armonía de cuerpos y de luces, confesándome que con su amor de varias décadas hubo una parada de un año. Y que luego él la llamó, con una propuesta firme: ¿y si volvemos? . “Yo le dije de acuerdo, pero si volvemos tiene que ser for ever. Dije for ever porque en español sonaba muy solemne y me daba miedo”. Y admiré a esa mujer, y me hubiera quedado en esa mesa con flamígeros candelabros convivientes  con acertados lienzos contemporáneos. ¿Habría un Feininger, tal vez? No pregunté.

La Bauhaus es un vientre que aún sigue pariendo, no se agota. Anoche, en un desmayo de chill out miraba las bandadas de ¿vencejos? (por el ruido que hacen así los llamaría, espero me perdonen los ornitólogos). Y también que de todos los estilos el nórdico años 50 es el más conveniente a mi carácter. Quizás por eso en los aeropuertos, muchas veces, me hablan en otro idioma y yo me dejo hacer. Hay un carácter que nunca está en tu cuna. Ser Bauhaus es una religión. Ser imbécil, un mandato de los que siguen la última propuesta también llamada moda. El “insufrible presentismo”de Graciela Speranza, artículo que ayer me pasó él y ahora leo. Y esa frase brillante que es un bucle: “Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado”.

Yo quiero que sea “for ever”, lo presiento. Como el olivo en el patio que busco hasta en sueños. Y pasar de puntillas por los nidos de desolación.

El día de la Fundación Juan March sólo llevaba 5 euros en la cartera: ¿postales de Feininger o dos cañas?, era el dilema. Elegí y tuve premio. Forever se ocupó de las cervezas.