Dirty Dancing

Hay hombres que no se rinden. Especialmente cuando tienen un pie en la tumba.

Mi amiga C. salió con su madre a bailar a la típica boite hortera de hotel de playa. La una está triste y la otra deprimida diagnosticada, de manera que el plan era poco ambicioso pero eficaz a priori: marcarse unos dirty dancing en el mejor de los casos, con un vaso de alcohol ligero en las manos. Dinamitar a ritmo del chachachá los vahos de la melancolía.

Y entonces llegó él. Un señor que podría protagonizar un anuncio de viajes del IMSERSO. Pulcro, repeinado y mayor quien, ni corto ni perezoso, sacó a bailar…a mi amiga.

-Nena, este señor te está diciendo que si bailas.
-Ay.,,(respingo)…No, yo el pasodoble no lo domino. Haga el favor de sacar a mi madre (que está más cerca de su edad)
-¡Ni hablar! (respondió la madre en un ataque de dignidad)

“Fue un disparo en toda mi línea de flotación”, relata C., que finalmente y, dada la insistencia del caballero, terminó concediéndole un único baile, que el aspirante agradeció agarrando cintura con firmeza para confesar que se sentía un chaval a sus ¡88 años!

Segunda secuencia. En una farmacia, una rubia con mechas espera turno para pedir su ración de pastillacas ataráxicas. A su lado, otro señor, de unos 65, alto y bien conservado, pide al farmaceútico “Levitra”, con cierta indisimulada ansiedad.

-No lo tengo aquí, pero se lo pido para mañana.
-Demasiado tarde…

A la rubia le entra la risa porque acaba de caer en que la Levitra es una especia de Viagra, pero de otro laboratorio. Y está claro que el señor tiene una cita ineludible esa misma noche y necesita que todos los músculos de su anatomía respondan.

Me gustan los hombres (y las mujeres) con determinación. Pero últimamente los más aguerridos podrían ser mi padre y esta reflexión basada en una estadística del todo a cien me lleva a la siguiente: ¿Qué ha pasado con la impulsividad de los treintañeros, con la seguridad de los cuarentones? ¿Acaso a partir de los sesenta hay un renacimiento varonil del que no teníamos documentación? ¿A los ochenta se puede entrar a Kate Moss, un suponer, porque un NO nunca será una humillación, sino la prueba de que hubo  un órdago a la grande?

Tercera secuencia: Una mujer recibe por Whatsapp nueve mensajes del ex noviete de su hija adolescente. No los abre de inmediato, no quiere líos. Cuando por fin los lee se encuentra con que no iban dirigidos a ella. “Tío, paso de fiestas y de tías, joder”, dice en uno de ellos. Y no puede evitar pensar que en realidad no es un error, sino que el quinceañero quiere que la madre de su ex chica lea que sigue queríandola y que aún tiene el corazón roto pese al transcurso de un verano que a esas edades cicatriza cualquier herida.

Y sabe que con suerte esa mujer se lo comentará a su hija, y que para cuando vuelvan a encontrarse en el colegio tal vez ella recapacite y se marque un baile de pupitre con él. Y a esa madre el asunto la conmueve, y se pregunta si septiembre no será ya nunca más el mes de la vuelta al cole, sino el de las tiritas del desamor. El arranque de la destilería de la tristeza. El baile de salón con uno mismo. Patrick Swayze como un fantasma que te agarra, te lanza, te recoge y te obliga a centrifugar las telarañas del alma.

Cuarta secuencia. Tres amigas cuarentonas quedan para tomar unas cañas a la vuelta de las vacaciones. Cerca de ellas para un coche tuneado lleno de veinteñeros. Uno de ellos grita: ¡¡Joder, son Los Ángeles de Charlie!! 

Y entonces el tiempo se detiene. Y ellas se ríen y hacen la media entre el octogenario del pasodoble y el adolescente enamorado hasta el tuétano.

Y el resultado es la vida. Congelada en algún lugar entre septiembre y la eternidad. Y toca bailar, y bailar.