Cada vez que sale elegido un premio Nóbel de Literatura que desconozco, siento una punzada de inseguridad cósmica. La evidencia, de nuevo, de que soy una ignorante y que me ahí afuera hay muchísimos focos a los que prestar atención. Al final uno se muere acumulando tres certezas y un enorme saco de asuntos pendientes que nunca sabrá que lo son, porque no sabe que existen.  

En eso consiste ser feliz: en no ver cuán abajo está el fondo del precipicio.

Desconocer un Nóbel, aunque sea chino y responda al pseudónimo de Mo Yan, no es para tanto, diréis. Desde luego, hay lagunas peores. Como encontrarte a un conocido fuera del contexto espacial habitual y no reconocerlo porque no te encajan las coordenadas. Entonces te haces un poco la loca, por timidez, hasta que el otro, molesto, te dice: “Hola”. E invariablemente respondes: “Uy, ¿qué haces tú por aquí?”. “Pues lo mismo que tú”. Y después el silencio. Moraleja: Si te suena una cara en Reikiavik sal pitando o estarás condenado a una conversación prefabricada y estéril.

Mo Yan

O a que se te rían, como me pasó el otro día con L.. Situación: Bajábamos la escalera de palacio cuando vi a Dori. Era ella, no había duda. Con Dori he trabajado muchos años, y aunque seguimos  en la misma empresa, apenas coincidimos. De manera que desde la majestad del peldaño de madera y mis tacones de mamarracha militante levanté la mano con alborozo y solté un “Hola Doriiiiiiii! con tono de “Dori, mi más-mejor-amiga”.

Por supuesto, no era ella. Y el destino tuvo a bien que esa rubia ni siquiera levantara la vista. “Ay, que no es….”, musité. L. se descojonaba (con perdón) a mi lado, pero aún más cuando añadí, muy digna: “¡Pero se parecía!”. Después de la gesta fuimos al Thyssen a visitar la expo de Gauguin, pero apenas nos concentramos. Ella seguía partida de risa, convencida de llevar en la saca una anécdota infalible para humillarme en el turno de chascarrillos de despacho. Entonces lo vio. Un cuadro de esos multicolor del pintor de Mata Múa. Y dijo: “Este me suena. ¿dónde lo he visto”

-En un poster. (Lacónica)

Ahora se ahogaba de risa, la asquerosa. Y yo trataba de vengarme leyéndole el cartelillo con la procendencia del cuadro: “Chicago, bonita, me temo que ahí no has estado”.

El pobre Gauguien pagó el pato, porque lo cierto es que no me atrapó gran cosa. Los óleos coloristas de Martinica son grandes obras, claro, pero ahora que tengo vitola oficial de ignorante (y cegata) diré que para mí carece de misterio. O mi miopía me impide encontrárselo. Tenía la sensación de que lo que veía era lo que me estaba contando. Sin intrahistoria. Y pasé mecánicamente de cuadro en cuadro con el coro de las risas de la chunga que aún me hablaba de Dori, mientras las vigilantes del museo nos ponían mala cara, del tipo: “Esas dos tontas con tacones y bolso abandonen la sala que no se hizo la miel para la boca del asno”.

Hoy pienso ir con Minichuki a ver el desfile y los caballos. Un planazo que hacemos los 12 de octubre y que a ella le mola mucho más que la cabalgata de Reyes, porque estos “no están disfrazados”. Iremos en bici, rumbo al Retiro, y haremos fotos de macizos con uniforme, sonarán las cornetas y, si hay suerte, contemplaremos en paso de la Legión con su cabritilla, nuestra favorita. Eso suponiendo que la distinga, que ya lo dudo.

Pero con Minichuki no hay cuidado. El año pasado le dije que los paracaidistas eran polis y se quedó tan ancha. Con tal de que luega la invite a aperitivo con refresco, me dará la razón en todo y las dos seremos felices aunque ignoremos que hay un chino, el de Sorgo Rojo, al que le han dado un premiazo y cuyo nombre significa en mandarín “No Hables”.

Pues eso.

Aviso: lo de la Legión y los desfiles no tiene mucho que ver con la patria, la raza y etcétera sino con que mi padre nos lo ponía en casa de pequeños, y vaya que si desfilábamos…