Un día tu hijo te da una lección magistral de comprensión del absurdo mundo adulto y ese día te estremeces al reconocer en él tu propia mirada, pero con filtro y foco propios. Y el espectáculo te hace enmudecer.

Ayer mi adolescente me dio un recital. Ella y  Minichuki habían llegado de su tanda de vacaciones con papá dispuestas a recolonizar el sofá, tirarse en sus camas y destrozar el precario orden que yo había conseguido imponer a una desidia de eterna Rodríguez que finge ser ordenada madre de familia.

Pasados los primeros instantes de reencuentro en los que la una hizo ascos a la colección de vaqueros que le pasé en herencia –“¡si no son superpitillo son de vieja!”– y la otra me mostró por qué su melena ha crecido un palmo en dos semanas y su cara se ha afilado en una vertiginosa transformación que roza lo paranormal –¡¡¡Si es que ya casi tengo diez años, que no te enteras!!– salimos a dar un paseo y las dos se pelearon a gritos por contarme sus cuitas veraniegas, mientras los pijos de mi barrio arqueaban la ceja ante la profusión de decibelios (o puede que por el look minichukense, más propio de salir a faenar que de paseo dominguero en una zona rancia “de derechas de toda la vida”).

Entonces, sucedió. Mi quinceañera empezó a relatarme todo lo que le había pasado, con descripciones psicológicas de personajes que ríete de las de Shakespeare. En un relato montaña rusa con subidas y bajadas, looping vertiginosos y peraltes imposibles que enfatizaba mientras me agarraba del brazo estilo tenaza, como a ella le gusta cuando tiene algo vital que contar y sabe que mi impaciencia podría interrumpirlo.

La enana, que no se resignaba a perder protagonismo, aderezaba la narración con apostillas solemnes y a ratos tendenciosas, intentando colocarme en el lugar perfecto para disfrutar de esa obra magnífica que es un adolescente en ebullición hacia otro sitio, eso que se llama madurez. Y yo solo tenía ojos para ellas, y brazos para abarcarlas con toda la fuerza de las ganas de un reencuentro que hasta ayer mismo no me había generado ninguna ansiedad.

Fue un deja vù en toda regla. Mi Ado había descubierto algo que yo vi y enterré hace una década, sin que yo le hubiera dejado pista alguna en el terreno. El mismo sitio, los mismos personajes a los que abandoné un día. Y me analizaba sus reacciones y el sentimiento que desataban en ella, casi idénticos a los que un día me embargaron a mí. Y aquello me removía, porque era volver a vivir sensaciones en el cuerpo de otra mujer,  que me saca medio palmo de estatura y una agudeza visual a prueba de noches con niebla y rayos y truenos.

La madre desnaturalizada que a ratos soy escuchaba con arrebato, absolutamente muda, y de cuando en cuando detenía el paso y abrazaba a esa hija adulta que necesitaba un desahogo, porque hay catarsis que se ventilan en las aceras de un domingo por la tarde en el que la ciudad recibe el regreso doliente de sus sospechosos habituales.

Entonces Minichuki rompió la magia con su talante práctico: “¿Qué, ahora es cuando tomamos un aperitivo con refresco?”

Y lo tomamos, y mientras removía el tomate picante de tabasco y especias, pensaba que los veranos te devuelven una versión más adulta de los hijos. Que mientras tú tomabas el sol en aquella playa tu niña resolvía un complicado enigma de la condición humana, y daba tres pasos de gigante hacia su transformación de gusano en mariposa.

Y la vi tan mayor y tan certera en sus análisis, que le perdono sus arrebatos hormonales pasados y futuros. Me ha costado entender que son la necesaria adaptación a un territorio a veces hostil que ya explora sola y sin mis mapas.