Desconfío de las mujeres que te llaman “cariño” y no te quieren y de los hombres que te cogen la cintura sin invitación previa. Desperdiciar palabras me parece como dejar un grifo abierto: un dislate intolerable que puede inundar al vecino del cuarto. Palpar talles, un gesto de conquista tribal, de chulería de galán sobrado que vio de pequeño demasiadas comedias de Arturo Fernández.

Vuelvo al arranque.  “Cariño” suele ir acompañada de un gesto de rutina desprovisto de todo ídem, o de una entonación impaciente que roza el reproche: ¡cariñoooooooooo!

Luego está esa versión reducida,“cari”, tan cañí, tan de patio de vecinos, que adolece de cualquer sentimiento y te iguala con la Juani de la película. Un giro, digamos, poligonero que se ha extendido por todas las capas sociales y que puede evaporar toda la artillería erótica de un hombre (o una mujer) si se topa con la clásica neurótica que antes de fijarse en el perfume o las arrugas de la camisa escucha si la frase está bien compuesta, entonada y sin exceso de adverbios acabados en “mente”.

Todo esto viene a que observo de un tiempo a esta parte el avance de la vulgaridad como una ola imparable. Nos igualan por abajo, como ya hizo la LOGSE en su día en el sistema educativo. Que nadie se traumtice, es la máxima. Todos somos “cari”, y en la moda urbana he hecho interesantes hallazgos que no me moriré sin compartir con vosotros:

Situación: barrio de Malasaña (pomposamente llamado TRIBALL para darle su charme y alimentar la sensación de exclusividad entre los gafapasteros). Paseo con mi adolescente una de esas tardes en que se muestra cariñosa y me engancha del brazo para que hablemos (ella, mayormente, sin parar y casi a gritos). Le muestro las tiendas de modernuquis, algún edificio de arquitectura molona y, por supuesto, a las lumis que se ganan la vida en las aceras. Sin molestar a nadie, integradas en el paisaje local.

-Mira, chukina, esas mujeres son prostitutas. ¡Qué calor deben estar pasando!
-Pero si van vestidas como mis amigas y yo cuando nos arreglamos… responde sin un ápice de humor, realmente sorprendida por el hallazgo.

Me entra la risa y el resto del paseo, al que se nos une Minichuki, lo pasan tratando de adivinar, como en la fábula, sin son galgos o podencos. La enana, que va de sobradilla, señala a un grupo de quinceañeras con tops repretones y short estilo cinturón venido a más y dice: “esas son putis, fijo, hermana. Van como tú…”

Las putas, por lo general, llaman “cariño” a sus clientes. Y lo encuentro irreprochable si te vas a acostar a un desconocido a cambio de pasta. El domingo pasado leí con avidez la entrevista del EPS a una puta de 52 años, guapa y con cuerpazo, que aseguraba que desde que se sacó la carrera de sociología había subido sus tarifas de 120 a 200 euros por servicio. Sus clientes apreciaban, imagino, la cultura, la posibilidad de hablar de fenómenos sociales y del crack de Bankia after polvo. Era, en su discurso, el ejemplo de profesional del sexo que defiende su trabajo con inteligencia. Me gustó ella, aprecié su discurso no apto para moralistas ni sacerdotes de la doble o triple moral.

Me sobrecogí cuando, al final del texto, el periodista relata que la mujer se echa de súbito a llorar.

Me pregunté quién la llamará “cariño” gratis. Cuando despida al último cliente en la puerta de ese piso con sofá rojo y visillos de organdí.