En el Sótano, de Ulrich Seidl

Ayer volví al gimnasio en un alarde de vulgaridad de enero. La pulsera magnética de la entrada ya no servía de salvoconducto. Estaba tan oxidada como mis articulaciones. Cuando conseguí programar la bicicleta -ya había olvidado cómo se hacía y tocado todos los botones alocadamente-  clavé la vista en las pantallas de televisión. Una de ellas me mostraba a Obama abandonando la Casa Blanca tras dejar una carta a su sucesor en el Despacho Oval. Era el adiós de un símbolo, de una época de relativa civilización en la que se pudo hablar de la igualdad de la mujer, los derechos de los desfavorecidos, la sanidad para los pobres, el racismo vergonzante (y sí, también de la libertad de tenencia de armas, de la pena de muerte, de la diplomacia arrogante del fuerte).
El primer presidente negro de la historia de EEUU se iba con su andar felino y su impronta casual, dialogante. Me dieron ganas de llorar, apreté el ritmo porque si sudas mucho lloras menos.

Últimamente me siento porosa a la indignación y al desconsuelo. Todo me afecta más que de costumbre. Tuve un novio que me reprochaba que yo era “demasiado sensible”, y creo que lo  soy. Sobre todo a lo irremediable, a los decibelios, al zumo de naranja en ayunas y a la arbitrariedad del poderoso. La salida de un presidente atado de pies y manos por su minoría en las dos cámaras, imperfecto pero cuidadoso en las formas, comprometido con causas necesarias y con una mujer brava que no le hace sombra ni le achicharra, tan equilibrados en sus poderes, y la entrada de un empresario vulgar y grosero de los de botas encima de la mesa y cachete en el culo a las mujeres (a las que debe llamar chochitos o algo peor) me parece dramática. Ese primer discurso de hiperproteccionismo patriotero. Recuperemos América. América para los americanos. Ese eructo pestilente en plena cara y esa muñeca a su lado como de atrezzo, impertérrita de pómulos e inmune a los episodios de lluvias doradas con prostitutas de su esposo con tal de mantener su tronío de jaula con diamantes y looks de grandes firmas.

Yo pedaleaba, sudaba, pedaleaba y en otra pantalla de televisión una mujer sexagenaria se prestaba a un cambio de vida, o de imagen (no me enteré muy bien), de la mano de un tal Pelayo y sin soltar un bebé de mentira tan realista que daba grima. La señora, insatisfecha de su vida y de su cuerpo, se había aferrado al muñeco hecho por encargo como a un clavo ardiendo. Me recordó al documental/película de Ulrich Seidl “En el sótano”. Magnífico, desazonante y no apto para estómagos impresionables. Un muestrario de perversiones de personas ¿normales? realizadas en la intimidad de los sótanos de su casa: una mujer que acuna a un muñeco y le habla como a un bebé en el secreto del trastero, una pareja de sadomasoquistas maduros (con escenas de dominación explícitas), un filonazi con un museo a mayor gloria de Hitler donde se reúne y bebe cerveza rubia con los amigotes y así.

Naturalmente, la moraleja es que todos tenemos sótanos, desvanes donde damos rienda suelta a impulsos oscuros que nunca mostraríamos. El caso de Trump me estremece porque sus perversiones están al aire, se jacta de ellas y le han ayudado a ganar las elecciones del país más ¿poderoso? de la Tierra. El más cinematográfico; el más ¿aspiracional?  Me pregunto, sudando que es llorando, qué oculta en sus catacumbas más pútridas. Esas que no vemos. Me perturba que sea de los que ejecutan todas sus fantasías, porque si se puede pagar se puede hacer. Y espero que Obama en su carta le haya dejado unos polvos paralizantes, un lanzallamas que le achicharre el tupé, una frase demoledora que lo deje mudo. Una toxina que anule lo más canallesco de su ser  y ventile sus sótanos de ratas y moscas de patas pegajosas. 

Me siento apocalíptica y porosa. Espero estar exagerando y que el tipejo se lo piense un rato antes de apretar los botones a su alcance como hice yo ayer con la bicicleta diabólica. A veces, muchas veces, se elige a los peores como líderes. La explicación está en los sótanos de quienes deciden.