Mi amigo el Artista antes llamado Prince ha pedido una excedencia para dedicarse a estudiar. Varios meses sin empleo ni sueldo con el único propósito de sumergirse en una biblioteca a alimentarse de palabras de filósofos sin aderezos y buscar algunas verdades, imagino. El Artista no es un friki, es un ser de una curiosidad insaciable que no alimenta con regaliz. Carece de wasap, no tiene cuenta en tuitter ni en Facebook y se ríe a carcajadas explosivas. Es un tipo provocador y sospechoso para los tiempos que vivimos. Una (buena) persona que no se permite la banalidad aunque se disfraza de Broma y a la que te descuidas te suelta una separata de Spinoza o te aconseja: “Retrocede en tus lecturas dos mil años“. Y vuelve a sacudirse de risa en estertores que hacen temblar las paredes.

Prince es un tipo distinto. Escandaloso, tierno en el fondo y excepcional.

Recuerdo que cuando éramos niños ser diferente era un talento. El que sabía dibujar, por ejemplo. El que tocaba un instrumento. Ahora queremos ser iguales, ponernos la misma ropa que cuatro mamarrachos/as con etiqueta de “it girl” e “it boy” y opinar lo mismo que un influencer que  probablemente piense que Montaigne es el nombre de una montaña rusa del parque de atracciones. Ser masa, que en la masa hace calor. Adolescencia eterna.

Ayer supe de una niña de quince años, hija de familia “normal” (sea lo que sea esto, el adjetivo siempre me inquieta por impreciso), llegó al coma etílico tras varios episodios alcohólicos. En su wasap encontraron fotos de la menor en ropa interior que enviaba con suma ligereza, al parecer. También ofrecimientos sexuales muy explícitos. Estaba dispuesta a lo que fuera, imagino, para triunfar en alguna liga teen. Me dio mucho miedo, se lo conté en casa a mis hijas. Por suerte se sobresaltaron, pero no sólo eso. Mi adolescente me contó que el colegio hay dos hermanos -chico y chica- que se dedican a pegar palizas a otros chicos. “Ella le ha grabado un vídeo a él en el que sale golpeando y el padre de ellos se ríe”, me informó. “Mamá, los padres teneís que ir al cole a denunciarlo para que los
echen”, me pidió.
Hubiera cogido en ese momento una lanza, un yelmo  y
un caballo.

El colegio de mis hijas es “normal”, está en un barrio de familias de clase media (sea lo que sea la clase media, desdibujada por efecto de la crisis). Su hermana, que hace prácticas de maestra en un colegio público de un barrio deprimido de Madrid, aseguró que allí no pasaban esas cosas.

Si salgo de mi cuerpo y me contemplo veo el temblor de una hoja. Miedo al ahí fuera. Temor a que mi adolescente se vea en una situación comprometida y no encaje la presión. Ayer discutí al respecto y me sorprendí mucho más temerosa de lo que pensaba que era. En un arrebato inquisitorial, hubiera hecho desaparecer los móviles y ordenadores de los menores de quince años de mi casa para evitar la contaminación. Qué tontería. Luego la buscaba para acariciarla sin venir a cuento, una forma de consolarme a mí misma, me parece.

El miedo es el peligro, me digo cada día. Y sin embargo temo.

Y admiro como se admira a una rara avis a mi amigo el Artista antes llamado Prince -hace tiempo que me prohibió que usara siquiera sus iniciales- porque no se deja llevar y posee el talismán de lo distinto. Y sueño una Universidad de la Diferencia o una asignatura del Yo frente a la Masa.

Y abro a Montaigne, que es puro looping: “Y si el dolor de cabeza nos llegara antes que la borrachera, evitaríamos beber demasiado”. Pg 334 Los Ensayos. Ed Acantilado.