“Creo que me casé con P. porque me llamaba. Me llamaba aunque le dijera: no me llames. Si no te llaman, es que no te quieren”.

Las charlas afterwork han convertido los bares afterwork en los mejores confesionarios  del mundo. Uno llega resudado, con la cara caída y cierta incapacidad de urdir mentiras. La extenuación es como la extrema unción. Cada uno confiesa sus pecados o regala consejos al por mayor mietras se pimpla un bloody Mary.  El tema en cuestión era que a una conocida su presunto novio no la llama casi nunca, debe pensar que el silencio crea tensión sexual no resuelta y que así asegura tórridos encuentros con, suponemos, escasa conversación.

-Recuerdo que me ponía muy triste cuando no me llamaban. Esa sensación de estar el domingo después de comer en casa imaginando planes que no se concretaban, y la certeza -allá a las siete- de que el teléfono ya no iba a sonar.

Si no te llaman, ¿es que no te quieren?.

Siempre puedes llamar tú, desde luego, pero ayer en el afterwork no se contemplaba como posibilidad. De repente estábamos en los últimos ochenta y las chicas esperábamos que sonara el teléfono rojo y no precisamente por la guerra fría. “Es para ti”, decía tu hermano, y tú tenías que hablar delante de toda la familia, porque es bien sabido que en las familias numerosas no hay intimidad ni en el baño ni al teléfono. Así que desarrollamos una pasmosa habilidad para  responder con monosílabos a la posibilidad de una cita.

-A mí me llama, me llama todo el rato y yo ya no sé qué decir, se me acaban los temas.
-Pues recítale las nuevas normas de la reforma laboral, o algo.

El silencio genera vértigo, desinterés, apatía, aburrimiento. Es cierto que el 80 por 100 de las conversaciones de pareja son insustanciales y rodean peligrosamente los bordes toscos de la rutina, pero preguntadas las diez mujeres más próximas de mi vida, y algunos hombres, aseguraron que cuando cuelgan sienten un calor cercano que se parece mucho a sentirse amados. Y eso me lleva a recordar la desolación que sentí la primera vez que hice un viaje largo post ruptura y al llegar no tenía a quién ponerle el SMS de “he llegado bien. Te quiero”. Un vacío semejante al de aterrizar y, al abrirse las puertas de salida del aeropuerto, no encontrar entre las caras de esa gente sonriente ninguna que me buscara y corriera a abrazarme.

Suena el teléfono. Julia Roberts está en una fiesta de boda, sola con un horrible vestido lavanda. Al otro lado, su amigo gay que le susurra, la piropea y, de repente está a su lado y la saca a bailar. Nunca he entendido por qué me engancha la secuencia de esa película prescindible. Ahora, por fin, lo entiendo.

Si te llaman suele ser que te quieren.