Era en un aeropuerto, un vuelo demorado largas horas y yo una mujer absorta en un libro que adquirí en la desesperación del aquí y el ahora. Ángeles Mastretta, una desconocida, y “Arráncame la vida“, un título más de culebrón que de novela sesuda pero que por algún motivo me llamó con sus cantos en una estantería donde competía con la clásica autoayuda y los libros de negocios simplones para aspirantes a ejecutivos sin fuste ni méritos probados.

Agradecí por primera y única vez la espera, clavada en un asiento y sin pestañear. Las voces de anuncio de los vuelos como una nana hipnótica a la que nadie presta atención pero sitúa en unas coordenadas de viaje varado, postpuesto, detenido. Impaciencia.

Muchos años después vuelvo a Mastretta y descubro que aquel entonces era 1992 y yo otra mujer. Sin duda alguna. A mi izquierda el Cantábrico vasco se bate en retirada pleamar, y no hay más dilema que si el café caliente o apenas tibio, el rincón de escritura y la compañía más dulce deseable, ayer risas de amigos en torno a un Scrabble muy reñido.

Y después un rato de cumplido aislamiento, “El viento de las horas” (Seix Barral).

“Cuántas cosas me atañen por ese mundo”, murmura ya  de entrada, como si tal cosa. Y algo más adelante: Una tristeza me descobija. Me sonrío al leer un capítulo titulado “Sexo cerebral y jamón pata negra”. El placer de un solo o de una sola en un día de objetos y de nada, apalancada en casa o en esa compañía silenciosa o en un puro jolgorio que no se echa de más, pero echaré de menos a la vuelta.

Un sábado arbitrario, cielo limpio que tiende y se desmiga hacia Urdaibai. Qué distinto este Norte de mi Norte astur, y sin embargo…Podría reconocer esos veranos con mis chicas de paso, alojadas muy cerca de donde hoy milito, las gaviotas excitándose al sol, presas fáciles en la arena. Y salía a correr entre el paseo de plataneros entrelazados, camino de la ermita de Santa Catalina. Y el paso por el puerto, calmo y tan descreído, enredado de barcas de verdín pescadoras, y esa subida en calles estrechas, orgullosas. Y el jadeo que alumbra el estallido del sudor, olor a una tortilla recién mediocuajada en el bar de la placita que alborotan  las almas de ciudad buscando un sitio sin horarios ni fachadas de más de siete metros. Merluza, calamar, pintxo con equis. Zurito que no es caña y sabe distinto si lo entiendes al sorbo más que al trago.

Y una conversación sacada de los trastos del pasado. “Algún día vendremos a este hotel, habitación con vistas sonido de campanas”. Pero el deseo no se volvió carne  y la nostalgia no existe, sólo la barba de unos recuerdos que no son más que atuendos para vestir un hoy mucho más victorioso, más calmo, más paciente y más comprometido.

Si me vas a dejar, que sea en jueves. Lo apunto construido a dos voces como título de algo que será, un relato que empieza frente a un puesto de bebidas al lado de la iglesia donde suenan villancicos de siempre y tres hombres juegan al dominó, casi a oscuras. La luna de testigo impertinente. Quizás se lo regale a Mastretta en tosca gratitud por dos momentos que ya se adentran en el mar, piernas heladas, tan distanciados y tan insobornables.

Termina ella y asumo sus palabras, sacerdotal responso, mientras a unos metros un hombre barre humilde las huellas gavioteras sobre la arena de la playa : “Quiero quedarme ahí, pasmada, inerme, voluntariosa y ávida, en el único sitio repleto de imposibles que me gusta como ningún otro: las palabras”.

Y de pronto es de día, y empiezan a desmayarse los ruidos de la casa…