Querida Big-Bang:

Anoche me preparé una crema ligera de calabacín. De postre, melocotón de Calanda, con denominación de origen (D.O) e infusión de boldo para la cosa del hígado. Cuando dispuse el botín en la bandeja serigrafiada de Lady Di me sentí muy satisfecha. Era la dieta de la ejecutiva moderna que regresa al ritmo de septiembre dispuesta a atajar la lorza estival.

Dirás: “qué relato tan apasionante”. Pues la cosa es que mi bandeja y yo nos sentamos frente a la tele dispuestas a tragar basura, y nos encontramos con una entrega de “Callejeros viajeros” titulada “casas de ricos”. Una pija cincuentona con acento nórdico llevaba a la lumpen-reportera por el parque temático del exceso: salones de 300 metros cuadrados con más dorados que un paso de Semana Santa sevillano, mármoles brillantes, cortinones con brocados, jacuzzis para ocho, vestidores estilo Imelda Marcos, pantallas de cine que subían y bajaban accionando un botón, piscinas sin bordillo… Un catálogo de lujo y espendor que sacó mis peores instintos a pasear.

“Sois unos horteras de bolera”, pensé mientras apuraba el calabacín al ritmo tiñoso de la envidia. Hay que tener muy mal gusto para vivir en semejantes antros que, oh casualidad, costaban siempre cinco millones de euros. La cicerone no escatimaba en el recorrido, que terminaba en las estancias del servicio. Allí no había dorados, sino estanterías de IKEA, edredones naranjas con pelotillas y, en lugar del vestidor, lo que se viene llamando “la lavandería”. O sea, un cuarto con lavadora y unidad de planchado del tamaño de mi salón, para que las mucamas se realicen.

A la lumpen-reportera se le veía el pelillo de la dehesa, porque en cuanto llegaba al submundo del servicio se expandía y ya no se quería mover. “Claro, tanto boato se te ha indigestado, nena”, murmuraba yo en mi soledad. Y ella les preguntaba a todas lo mismo: “¿te dan mucho trabajo?”. Siempre delante de la nórdica y a veces de la dueña. Vamos, como si a mí me preguntan delante de mi jefa: “Te explota la jodía, ¿verdad?”. El servicio sonreía con cara de circunstancias y seguía planchando sin levantar la vista de la camisa con iniciales bordadas de turno, y la lumpen terminaba con esa frasecilla marca de la casa que suena a recochineo: “que tengas mucha suerte”.

¿Suerte? ¿Se puede tener suerte siendo empleada doméstica en el palacio de Versalles, versión Marbella? ¿Se puede tener suerte menudeando limosnas en la India? ¿Y bajando a la mina? Estos Callejeros han perdido el contacto con la realidad. Desbordada de indignación apagué la tele, dije adiós a Lady Di (que mucha suerte no tuvo, la mujer) y me metí en la cama de mi habitación de tres por tres. Eso sí, dos horas más tarde me despertó un ataque de hambre y asalté la nevera, para zamparme un bloc de foie que me dejó como dios: “esto es lujo, y lo demás, tontería”. Así que esta noche toca dieta resumen: sobras de crema de calabacín y una raja de melón. Eso sí, no pienso encender la tele.