Sostiene U. que “el buffet libre sólo da satisfaciones” y asiento como no podía ser menos. Viajar en pareja profesional te predispone al entendimiento en lo obvio y a la observación pormenorizada a dos bandas. Un niño obeso atraviesa trabajosamente con su padre los pasillos del aeropuerto de Bruselas ataviado con una trenka con capucha animal print que parece que le tira para atrás, como si de las fauces del leopardo se tratara. Dos espías surgidas del frío y enjaretadas de visones desfilan como modelos de un catálogo de Putin&Co. Cuatro adolescentes eslavos se deslizan con flequillos cortados a navaja y fashion-indolencia  (esa que no sabes si achacarla a que son vagos o lánguidos existenciales).

Mi ginkana viajera está por todo lo alto y un virus estomacal amenaza por segunda vez por cortarme las alas. El vuelo de ida hubiera excitado a un grupo terrorista rencoroso con la Unión Europea, dada la profusión de eurodiputados por metro cuadrado. Detrás mío uno del PSOE se peleaba con un fajo de periódicos y documentación que nada tenía que envidiar al sumario de los EREs de Alaya. El ex ministro, flaco como un galgo y con esa pulcritud de ciertos hombres que parecen llegar a casa como salieron por la mañana, daba órdenes contundentes por teléfono con nombres de directivas y comisiones. La azafata tuvo que avisarle de que plegara la mesita por favor. En preferente viajaba su compañera de partido y quedaba un poco feo. Luego supimos que se van turnando. El piloto a la afortunada diputada business le había dicho al entrar, zalamero: “Yo la llevé la semana pasada, ¿recuerda? Este es su avión”.

Varufakis

Y el mío, pero a mí no me dijo nada.

Bruselas tiene la grisura de las capitales que sólo destacan por asuntos administrativos, como los empollones de la clase. Hay demasiada moqueta y demasiado fluorescente y dentro del Parlamento nadie parece demasiado afectado por la moda. En una hora de frío polar vimos pasar blusas camiseras acrílicas enfundadas en faldas tubo marrones, con medias de brillos y zapatos salón estilo Kurapiés. Parecían gritar “aquí se viene a decidir el futuro de Europa, no se distraigan”. En inglés, en francés, en alemán. Y todo envuelto en cristal y acero, altísimas paredes que recuerdan la grandeza de un continente estremecido por la gira del triunfante griego Alexis Tsipras y su ministro de finanzas Yanis Varoufakis (el calvo tipo Zidane que, me cuentan, tiene ya un club de fans que ríete del de Kim Kardashian).

El restaurante de los europarlamentarios parece el comedor de niños de IKEA. Mesas y sillas de colores que quitan hierro a la gravedad política y permiten un respiro sin burocracia ni procedimientos abreviados. Apenas unos minutos para alimentarse con hamburguesas -una pizarra desvela el  euromenú- y a ser engullido de nuevo por los pasillos interminables salpicados acá o allí con cámaras de televisión y prensa que espera un canutazo que resuelva la entrada en los telediarios. “Ahí arriba está el despacho de Shultz”, nos cuentan. Y nos parece muy bien y muy apropiado.

Hace frío de estación de esquí. Un frío seco que, si te paras a pensar, se parece al beso de la muerte. Pero si no piensas y andas se sobrelleva muy bien. Mi habitación de hotel da a la Galería de la Reina, y me impresiona abrir la ventana y toparme con una bandera gigante. Soy una reina, pienso, aunque viaje en turista y los virus estomacales no respeten mis galones. Y aunque los diligentes belgas del servicio de limpieza pasen las máquinas a las seis de la madrugada, sin piedad ni medio gramo de esa diplomacia que es la grandeur del país.

Corto y cierro, que en breve me espera Lisboa. Una mujer ardiente y escasa de ambiciones burocráticas que oculta lunares encantadores en su fisionomía y mira al mar con saudade. Las chukis, por su parte, sólo muestran interés por si nuestro hotel tendrá buffet libre, lo que me abochorna un poco a nivel madre. Tiene razón mi querido U. La barra libre sólo da satisfaciones.