Si fuera hombre, sobornable y de ética liviana, y tuviera una tarjeta opaca me la habría fundido en asadores, marisquerías, hoteles de lujo, gasolina y vino. O sea, putas y varios. Tal parece ser el patrón de gasto de estos señores consejeros que nunca preguntaron, al parecer, por ese sobresueldo de plástico que les daba una caja en apuros y que gastaron con bastante poca imaginación, según se deduce de las listas que se han publicado.

Anoche en Hora 25 una atónita Angels Barceló forcejeaba con Arturo Fernández, de la CEIM, sobre si había “dimitido” o “cesado”. El atribulado señor, que será muy empresario pero no sabe construir una frase sin interjecciones ni patadas al diccionario, insistía en que no había dimitido porque dimitir era “irse por la puerta pequeña”. Y él, parece, se ha ido por la grande, “escandalizado” por el asunto de las tarjetas.

¿Cómo se escandaliza si usted se ha gastado ese dinero sin problemas? lanzaba la sagaz periodista. Y él que ni sí ni no, que si “alucinaba en colores” (tal cual lo dijo), que si entre los consejeros había ex ministros y gente “muy preparada” que tampoco había sospechado sobre la no tributación de esas prebendas. El pobre Arturo, sin duda un ignorante, una víctima del sistema que da tarjetas y esconde la mano, no tenía escapatoria posible salvo la puerta de chiqueros, por la que salió tras quedar patente su incapacidad para defender lo indefendible.

Anoche, mientras escuchaba a este tarugo indocumentado que regenta restaurantes, pensaba qué haría yo con una de esas VISAS guays, amparada por mi desconocimiento del sistema y con un cerebro efervescente para urdir planes carísimos. Por ejemplo, cerraría el Orient Express para mis amigos y familia, y haríamos un viaje inolvidable emulando el asesinado múltiple de Agatha Christie mientras un violinista triste y una exquisita orquesta de cámara amenizaban el traqueteo y sofocaban los gritos de la víctima (rol que correría por riguroso turno y compartimentos).

Arturo Fernández ¿cesa, dimite?

Además, me matricularía en una universidad norteamericana donde enseñan relato mis novelistas de cabecera, y dormiría en el campus, esa fantasía de juventud, y me enamoraría locamente del profesor más flemático y haría botellón en las noches frescas de mayo. A mi vuelta me esperarían mis abonos en el Teatro Real y en el Auditorio Nacional, toda una temporada de placer extasiado, y un entrenador personal culto y carísimo sin músculos aparentes que obraría el milagro de convertirme en una maciza sin sudar mientras me recita versos de Neruda.

Si me dieran una black card ardería Troya, lo reconozco. Y atracaría los escaparates de Louboutin y me haría con una chaqueta de Balmain y con toda la colección de empolvados de Gucci. Sin olvidarme del colgante Pantere de Cartier que me espera en la vitrina ni tampoco de un bolso Amazone de Loewe desgastado que cuente una historia trepidante en sus costuras.

Look de Balmain

Anoche, escuchando a ese señor Fernandez, pensaba en Blesa, en Rato y en esos señores tocados por la varita mágica de un sistema que daba premios sin manual de instrucciones, y en cómo hasta para gastar dinero hay que tener cierta cultura. Que a mí también me gustan el vino de añadas imposibles, los hoteles caros, el centollo en compañía, la gasolina cuando no la confundo con gasoil -esa tara- y la vida loca. Pero tengo claro que jamás habría dicho sí a una invitación de estos tiparracos perfumados que se han hecho los locos mientras alguien -la mano negra, la responsable última del caso- los tentaba fácilmente sin que ninguno “alucinara en colores” al ir al cajero y sacar un buen fajo de billetes.

Qué vulgar todo, oye…