-El mundo de los espíritus debe ser muy complicado.
-Sí, me imagino que sí.

Las personas que están solas tienden a hablar con cuaquiera. Aquella mujer le estaba contando a su vecino de asiento del metro que hacía espiritismo como quien juega un solitario a las cartas, y enseguida, sin aparente conexión, que había sido profesora en la universidad pero un vapuleo del destino la había arrojado a una vía muerta. Hasta “lo suyo” (y al decirlo se señalaba las piernas, obesas, tumefactas y sometidas a la tortura de unas medias de nylon que apretaban lo suyo y le daban un aire a morcilla recién atada tras la matanza) daba clase en la Escuela de Arquitectura, aseguraba, y su mundo era  prolijo y variado como un colmado de pueblo donde lo mismo te  venden pimientos que volúmenes atrasados de un manual de cocina de la Sección Femenina.

Frente a ella, fingiendo no mirarla pero sin perder detalle, yo pensaba en la elipsis de lo inútil. En que todas las conversaciones banales, esas que uno entabla para rellenar, podrían  reunirse en una enciclopedia ambiciosa de alcance planetario para ser repartida entre los solos de la Tierra, de manera que hasta los más tímidos y sociópatas irremediables pudieran hablar con desconocidos. Y, en una fase posterior, el proyecto crecería hacia la consistencia e incluiría guiones sobre filosofía, astronomía, literatura o heráldica. De modo que con el paso del tiempo el solitario sería un especímen codiciado por tantos acompañados que tragan calimocho verbal cuando se sientan en familia a la hora de la cena.

Un hombre solo, una mujer sola, me pareció observando a mi vecina del Metro, es un dechado de posibilidades. Un depósito atiborrado de respuestas a quien nadie pregunta. Siempre atentos a pegar la hebra, siempre con un hueco disponible en su vacío para aprender oficios insólitos. Y con un talante hipersocial, oculto tal vez bajo esas rodillas hinchadas por la tensión infame

de las gomas, sometidas a un escarnio físico que se da por bien empleado porque -oh, sorpresa- es un nuevo y excitante tema de conversación. 

-Yo tenía unas piernas de concurso, no se vaya usted a pensar. Torneadas, de tobillo fino y largas como la Giralda.
-Ya veo…
-Pero cuando las tenía también tenía un trabajo en la universidad, ¿sabe?, y un marido esperándome en casa a la hora de comer, con un plato de lentejas pasado de pimentón y mucha destreza en los dedos, ya sabe…
-Entiendo…

Un solitario, comprobé, es un charco de nostalgia que no se seca con el sol. Y al igual que el ludópata sale con paso apresurado hacia el casino o las tragaperras, él busca con denuedo la sala de espera de la consulta del médico de la Seguridad Social o un mercado de abastos con largas colas en los puestos. Dos caladeros infalibles donde abordar interlocutores con la guardia tan baja como los chanquetes antes de la prohibición.

Así que pensé, entre Gran Vía y Tribunal, que había que habilitar “cajas lentas” en los supermercados para estos hombres y mujeres que no desean volver a casa porque en casa hay tormentas de eco. Y que bien podría urdirse un canal de televisión propio donde el presentador no da noticias sino palique, y al que se puede llamar sin necesidad de contar dramas, como en el teléfono de la esperanza. Porque ahí afuera hay demasiados solos que no sufren palizas ni son pobres como las ratas. Su problema, su verdadero problema, es que sienten que nada de lo que digan a su marido, a su mujer, a sus hijos y hasta al perro es lo suficientemente interesante como para que prenda la mecha y alumbre una conversación.

Y quizás, con el tiempo, los solos y solas podrían reunirse en un club antisocial. Un lugar muy elitista con un dress-code exigente -tal vez las medias de nylon por la rodilla, color carne, para ellas, y el polo acrílico marrón para ellos-, dotado de un espacio para invocar ese mundo de los espíritus tan complicado que tiene una ventaja descomunal: sólo se personan cuando los invocas. Y si haces un esfuerzo -eso en el solitario se da por descontado, como el valor en el ejército- es posible que te cuenten quién eras cuando dabas clase en la facultad de Arquitectura y tu hombre te esperaba ansioso de lentejas y de siesta con magreo, mientras un coro de admiradores seguía tus pasos por el andén del Metro, soberbia y cabalgando sobre unas piernas tan largas como la soledad.

P.D. Dedicado a nuestros mayores, que un día, sin previo aviso, le cuentan al médico que su hijo ha aprobado un examen, verá, o que tienen una reserva en un hotel de playa todo incluido al que irán con la cuñada… Y hay que alarmarse, porque tal vez sea el comienzo de la verdadera decadencia, esa que no entiende de artrosis ni sintrón, pero mata de pena.