Vivo un mes por delante de la fecha del calendario. Soy futuro imperfecto, devenir, ciencia ficción. Me explico.

Compré en plano ataque de azaritis (no lo busquéis en RAE, no existe) un cupón de la ONCE para el sorteo del 11/11. Aclararé que no suelo jugar a juegos de azar porque no creo en la suerte, aunque sí en los chamanes y en las brujas. El caso es que metí el cupón en el monedero con la ilusión de tener una expectativa. Y pensé que jugamos ya no por ganar sino por esa punzada del “¿y si…?” que en sí misma es un premio porque te acelera el latido y te permite proyectar. Algo que la crisis esta extinguiendo como una despiadada glaciación hizo con los dinosaurios.

Así que esperé con mi talismán de los proyectos y ayer, día 12, lo saqué para comprobar si me había tocado. Recuerdo haber puesto el cupón sobre la mesa, entre los vasos, las cajas de pizza y los periódicos. Pero las chukis y yo estábamos viendo “El banquete de bodas”, de Ang Lee, y leer subtítulos del chino y consultar números en la pantalla del ordenador es como perseguir el rastro de dos hormigas locas simultáneamente. De modo que abandoné el cartoncillo.

Esta mañana me he despertado angustiada por si había perdido mi cupón, pero no, allí estaba, tirado en el suelo. He corrido a mirar en la página web de los ciegos. Allí no estaba el número premiado. He pensado: “Hay que ver qué página más cutre, que ni la actualizan cuando se juega un premio millonario”. He seguido escudriñando la pantalla con celo de arqueólogo de Atapuerca y, sólo después de irme a Google a consultar el resultado en otras webs, he caído en que el sorteo es en NOVIEMBRE. Y me he quedado muy chafada.

Ahora mi caja de los proyectos tendrá que esperar cerrada, como la de los vientos de Pandora. Además, deberé guardar a buen recaudo el cupón casi treinta días. Una temeridad para quien pierde tickets restaurante, recibos del taxi y resguardos de la tintorería con más frecuencia que la media nacional. Con un poco de mala suerte, lo tiraré al hacer una de esas limpiezas intempestivas que ejecuto en la mesa de un restaurante mientras espero la cuenta o en la consulta del doctor Menguele para fingir tranquilidad cuando muero de nervios.

Durante casi un mes tendré que elucubrar qué haría con once millones de euros. Una molestia innecesaria que suele desembocar en listas vulgares que nunca incluyen tus verdaderos deseos: detener el tiempo en un momento y un lugar idílicos, sentir el cuerpo como una máquina perfecta sin la más mínima enfermedad ni desgaste, contemplar realidades más allá de los cinco sentidos (sin tirar de sustancias), amar sin miedo, sin dudas, sin decepción, entender las derivadas e integrales, componer una sinfonía estilo Dvorak, escribir una gran novela, volver a coger en brazos a mis chukis de bebés, ese primer instante tras el parto como única concesión a la nostalgia (y sin dolor, preferiblemente).

Y mientras hago estas extrañas cuentas de la lechera miro de reojo el cupón, y me da la risa porque un cupón es la magdalena de Proust contemporánea e inversa. Una percepción que te obliga a saltar a un futuro que no sucederá, pero a cambio te brinda el vértigo del salto y dispara las fantasías.

De manera que para mí hoy es 13 de noviembre. Y todo puede suceder, y es excitante.