“Porque, de comparar la vida con algo, ¡sería con salir despedida por un túnel a ochenta kilómetros por hora para acabar en el otro extremo, sin una sola horquilla en el pelo!¡Caer a los pies de Dios completamente desnuda!¡Rodar por los prados de asfódelos como un paquete de papel marrón lanzado por el tobogán de una oficina de correos! Con el cabello al viento, como la cola de un caballo de carreras”.

Tras una Semana de Pasión enmimismada llegó el torrente y arrambló con los muebles de la casa. A Virginia Woolf la reencuentro en las esquinas, ahora en un brevísimo y delicioso volumen de relatos: “Kew Gardens y otros cuentos” (Nordica), delicadamente ilustrado y del que me quedo sin dudar con el tercero y último, “La marca en la pared”. Divertida ante esos 80 kilómetros por hora frenéticos que hoy serían de conductora despistada en carretera nacional. Dos mujeres en vértigo, podría titularse el cuento que imagino, y acabaría en un diálogo roto donde las palabras de una no se mezclan con las de la otra, pero alguien las anda recogiendo, agazapado tras la tormenta de piedras,  y teje una de esas conversaciones deshilachadas de sala de estar o autobús.

El autobús, ahora recuerdo. Volviendo del trabajo, el otro día. En medio de esta Pascua que me ha resucitado entre mis muertos, un hombre y una mujer frente a mis rodillas. Ella en esa franja imprecisa de la madurez ineludible. Tal vez en sus primeros cincuenta, algo derrotados. El pelo cual cola de caballo sin fe en la carrera. Una parka corriente, caderas generosas. Ojos saltones no por morfología, sino por avidez. Él, a su lado, algo más joven, mucho más bello si se le mira con detenimiento, desbrozado de tanta gravedad y de cansancio. Un hombre atravesado por el baqueteo violento de una vida de inmigrante. Olía sin oler a construcción, a enlucido absorto de paredes. Ojos marinos, entrecejo rotundo. Y esa deje eslavo que convierte al castellano en una lengua exótica que siempre me erotiza. Ella clavada en él, a una distancia impertinente para dos que acaban de conocerse.

-¿Y cómo sabes que acaban de conocerse? (preguntarás tú, como haces siempre)
-Porque ella le ha inquirido que en qué trabaja y dónde vive. (Y él murmura lateral, diciendo sin decir. Y yo agudizo el oído pero el diálogo, que es tan destartalado como ellos, me llega solo a ráfagas. Tortura de curiosa.) Y entonces, sobresalto:

-¿Dónde vas a dormir? quiere saber la mujer.
-Estate tranquila que ya me apaño. Dice él. Y posa por un instante, en una levedad insoportable,  la mano en su rodilla -la de ella- y ella relaja los labios, seductora. Y cuenta naderías de muy poco interés, sobre todo para un desconocido. Que si allí vive mi amiga Ana, que si su casa estaba orientada al Sur, que aquella es la librería donde ambas estudiamos la carrera de Filosofía. Todo con frases enrevesadas, sin orden ni concierto, escupidas en un torrente que se desboca calle abajo y salpica tus tobillos. Él asiente.

¿Filosofía? Esa mujer no tiene pinta de haber estudiado una carrera. Me asalta el pensamiento. Y lo descarto porque es un prejuicio de sala de espera de dentista arrogante. Esta mujer que se dirige con un varón desconocido hacia su casa (de ella) y le avisa de que no va a quedarse a dormir, pero abre las rodillas y se las deja acariciar de refilón podría hablar de Spinoza o de Edmund Husserl en su idealismo trascendental. Como ayer hablaba mi reencontrado Pániker, a quienrescaté tras el tiempo de torrijas y el borrado de su voz, desconcertante:

“La fabricación de lo absoluto: Cójase una mujer con fuerte sexualidad y un amplio margen, un hombre intelectualizado y de piel fina, vitaminas, playa, sol, sal, un verano moroso, la rabia de un final de vida, mézclense los ingredientes y a esperar a ver qué pasa.  Sin prisa”. (Cuaderno amarillo. Literatura Random House).

Un hombre y una mujer camino del calvario de las sábanas. Ella ofreciéndose, tan desbocada como el caballo de Virginia Woolf. Nerviosa, irreverente. ¿Habrán ligado en Internet?, pregunta la pasajera mirona, fingiendo que contempla la Plaza de Toros de las Ventas. Hablar de todo y nada, de cómo de pequeña vivía en ese barrio (la Concepción, modelo de feísmo arquitectónico, construcción barata que ha logrado sobrevivir con una impronta de  whiskería que recuerda quién fue, allá por los setenta). Esa mujer envuelta en una parka barata y muy gastada, segura de su escote, poderosa. Sin un discurso armado, quién necesita un discurso para llevarse a la cama a un hombre, a un desconocido que en tiempos fue marino, tal vez estibador, y la contempla sin oír, y le roza las piernas cada vez más arriba. Y su voz mortecina, acaso un susurro agotado, de pronto me saca de mis malos pensamientos.

-Hay que perder para encontrar.
-¿Tú crees? (responde ella)
-A mí me parece que sí.

Y entonces, sólo entonces, la mira fijamente y agarra su mano con tanta determinación que la fulmina. Y adivinas que ya no pintas nada en esa escena. Que en breve caerán a los pies de Dios. Y que así sea.