En lo más dramático de “El Lobo de Wall Street“, anoche, la sala estalló en carcajadas. Leo di Caprio, con un colocón descomunal, trata de bajar una escalera arrastrándose como un gusano hacia su Ferrari mientras farfulla algo ininteligible después de haberse metido unas cuantas pastillas de droga galáctica al cuerpo.
Pensé que tal vez era risa nerviosa, esa que se te escapa en el tanatorio o en cualquier otra situación para la que la vida no te da un manual de reacciones estándar. Pero no. Se reían porque la secuencia les debía parecer cómica. Eran risas abiertas. Descaradas y alejadas de toda consideración moral. Risas de Coca Cola con palomitas. Me hubiera puesto en pie y gritado “¿Pero de qué os estáis riendo, imbéciles insensibles?. Este es un espectáculo de circo romano con hombres y fieras desangrándose, revolcándose en un fango apocalíptico de cocaína y depravación”. En lugar de eso me encogí aún más en mi butaca y recé por unas migajas de tregua, una historia folletinesca de amor y cervatillos que me distrajera aunque diera al traste con la película. Una salida de emergencia.  Pero no. Scorsese es un ser despiadado cuando teje un guión sobre el exceso llevado al paroxismo. Y yo, al igual que mi amigo B., a mi lado, sentía que no sólo éramos víctimas de esa espiral de sexo, drogas y desesperación., sino que una mano invisible nos hacía esnifar, tragar, chupar, corrernos  y participar a nuestro pesar de esa orgía interminable mientras a nuestro lado algunos se partían de risa.

Pisco sour

A la salida B. y yo paseamos por Princesa, baldados después de esas tres horas de maltrato cruel. Con un colocón semejante al de di Caprio y unas escaleras, las que conectan Princesa con el Cuartel del Conde Duque, que subimos tambaleantes de espíritu y ávidos de abrazo. Como dos yonquis que acaban de probar su primera dosis de una droga potente y no tienen más consuelo que el temblor compartido y el hambre de lucidez, de resaca en el sofá, con una manta y un caldo bien caliente.

-Lo que más me aterra es que lo que decide los vaivenes de la  economía mundial está en parte en manos de tahúres de guante blanco, adictos al casino sin más escrúpulos que hacerse ricos mientras nosotros dormimos y pagamos la hipoteca.
-Y es legal, no se te olvide.

Un pisco sour y una cena peruana después, recuperamos la risa y la cordura. Madrid desfallecía de sábado y farolas mortecinas  y, de vuelta a casa,  lamenté no haber preguntado a nuestros vecinos de butaca qué era eso  que les hacía tanta gracia. Como cuando de pequeña me llevaban al circo y sufría por la crueldad del payaso listo con el tonto. Y en el guión ponía que había que soltar las carcajadas. Y daba miedo. Mucho miedo.