Lo más triste de ser viejo es que no te tocan.

Ayer no sé si lo pensé o lo dijeron en la obra teatral “El arte de la entrevista“, pero salí convencida de que lo peor de hacerse mayor es que o te tocan por compasión, o te tocan por prescripción facultativa. Pero rara vez te tocan por experimentar el roce de tu cuerpo, la ternura abisal o una cálida oleada de cariño.

Mi abuela odiaba la vejez, por eso decidió morirse. Antes me hizo un par de confesiones como si tal cosa. Y después se dejó morir en un sillón viejo que jamás permitió que tocáramos. El sillón que heredó mi padre y lo tapizó para no oírnos, aunque estoy segura de que la decadencia surcada de zonas desgastadas por los codos, espalda y corvas de su madre no le estorbaba en absoluto.

Mi abuela olía a viejo y a ampolla del pelo de esas que convierten el blanco en morado. A veces también olía a colonia Álvarez Gómez, y al rancio leve de sus abrigos de visón, esos que colgaba en verano con ramas de laurel cuando se cansó de llevarlos a un refrigerador. Un lugar macabro donde miles de “pellicas” de abuela pasaban los rigores del calor mientras sus dueñas sobrevivían febriles y como buenamente podían a los latigazos inclementes del sol.

En El arte de la entrevista hay una abuela, una hija y  una nieta. Una historia potente de Juan Mayorga que sin embargo no termina de cuajar. Grandes temas que se tocan con cierta tosquedad, sin transiciones sutiles, me pareció, o quizás la interpretación no era impecable.(Debo preguntar a mi amigo P. y ver qué ha escrito en cercadelacerca.com, su excelente blog de teatro)

La obra habla del recuerdo y del olvido. De cómo el paso de los años nos sirve para sepultar viejos recuerdos que estorban a nuestra gesta vital. De cómo las familias son extraños cargados de secretos hasta que un día uno se sale del guión y hace una pregunta. Y el aire se detiene y el otro sólo puede contestar con la verdad. Y sangran las heridas del pasado, y tu nieta es tu confidente, y tu abuela una caja de Pandora que ya no se cerrará. Y su historia, alucinante, una novela que tú no puedes escribir. Por respeto, por pudor, por no traicionar tu propia historia. Para que no te duela.

Un viejo, una vieja, es un hombre, una mujer que ha completado el puzzle y sabe demasiado. Por eso no se les pregunta y apenas se los toca. Son la muerte, tu propia muerte, de ahí que se les hable como a niños. No hay espectáculo más repelente que escuchar a un celador hablar a un viejo con pueril condescendencia. Algunos lo agradecen, desde luego, porque además los tocan y porque nadie más lo hace.

Y ahora recuerdo que en “Gran Hotel Budapest”, la magnífica película de Wes Anderson, que vi el viernes,  el protagonista prefiere a las ancianas. No para heredar de ellas -que hereda- sino porque le gustan. Y la trasgresión se acepta porque te da la risa. Y te da la risa porque en el fondo toca de pleno un tabú. Y es triste. Y entiendes que los viejos se dejen morir como se dejan tratar como niños. Y ese hedor vergonzante no hay colonia Álvarez Gómez que lo tape.

Ayer salí del teatro convencida de que quiero ser una vieja a la que toquen y, ya puestos, a la que meta mano su amor, de vez en cuando. Y que, como mi abuela, cuando un celador idiota me llame con cariño de pega “vamos, abuela, que le toca el TAC”, yo contestaré enérgica: “Abuela de mis nietos, oiga usted”.

Y espero que mis nietos me hagan una entrevista larga y profunda antes de que, como decía mi abuela, “se me olvide respirar”. Eso tan vulgar llamado muerte.