Anoche uno decía “mi patria es un sentimiento“, como si tal cosa, y el otro se declaraba apátrida y más foucaultiano, por elevar el tono y asomar en  apnea del subterráneo denso de oxígeno dulzón que los envolvía. Sótano tibio y sin ventanas, más bien trampantojos luminosos, bajo un mundo terrícola de chulapos y chulapas que en Madrid siempre resultan kitsch, disfrazados y poco convincentes, pegajosos de algodón dulce de la feria que astraga el dircernimiento y ensucia las digestiones más osadas.

En “Ahora sí, antes no” (O Ahora no, antes lo mismo), una película coreana que prometía ser la joya del momento en V.O, un director de cine impostado como esos diocesillos que todos conocemos engatusa a una pintora mediocre y se pillan una cogorza de colores que termina en una reunión donde a él le increpan que la frase que a la pintora le ha cautivado es la misma que él repite en todas las entrevistas. El hombre no sabe muy bien dónde meterse, y al espectador atento le da por pensar que todos nos repetimos, sea con intención de seducir incautos, rellenar silencios o de salir del paso. Algunos lo convierten en una profesión, chamarileros del verbo, y otros se montan un partido político e institucionalizan sus mantras (cuanto más simples con armazón de carga de profundidad, mejor. Cuanto más pretendidamente densos, inasequibles al entendimiento medio, también mejor)

Repetirse es hacerse un coreno, se me ocurre. Te enseñan en la escuela y te examinan, te hace madre y padre cuando no sabes muy bien cómo educar a los hijos, envalentona a los amantes, es fórmula de jura y oración. Es la vida en lata. La autoclonación de las palabras no está penalizada ni se cuece en laboratorios clandestinos. Se escupe en plena calle, nadie pasa con el camión de la basura a recoger los detritos de las frases. Como si no pudieras tropezarte y hasta hacerte un esguince con una subordinada correosa o un gerundio de posterioridad.

 (En el baño de chicas del cine donde se perpetraba la película coreana dos señoras mayores hablaban a gritos, cada una enredada en su charco de pis, ese drenaje necesario tras dos horas de circo sin tigres ni leones):

-Pues yo debo ser poco intelectual, pero no he entendido nada.
-Menudo rollo. La misma historia dos veces ¡Y qué lenta!
-Debemos ser muy tontas. Hay que leer las críticas.
-No sé yo…

Lo mismo ya han leído las críticas y se ha quedado aún más frustradas. Suele pasar. Yo prefiero ir virgen a los cines; leo pocas críticas, y siempre empiezo por el párrafo final. (“El mejor estado del crítico es el estado crítico”, que diría mi amigo R., ese hombre cabal que no desperdicia palabras porque las sabe caras, ni se desparrama en intenciones ambiguas cuando da la vuelta al callejón, concentrado y atento, los clarines del miedo a todo trapo).

Pero anoche las patrias albergaban sentimientos, y las palabras no daban la talla, una vez más. Así que me fugué con Bocherini y pensé que la película no es más que lo que muestra. Que somos muy postizos y que si corrigiéramos la impostura cotidiana seríamos un poco más para públicos pequeños, esos que apenas llenan cines. Que la performance es la escuela de la vida. Que el plano fijo lo carga el diablo. Que un oriental también puede ser un simple solo que disimula con esas miradas inexcrutables y tanta lentitud. Que el ligón de playa no suele disfrazarse de chulapo, sino de pringado con ínfulas de escritor, de realizador o de inventor del gotelé dialéctico. Y hay chicas que caen como moscas, y señoras que salen malparadas después de echarse un pis e intentar olvidar dos horas de pretendida tesis que otros llaman obra maestra. Y puede que lo sea, pero para entenderlo hubiera necesitado un “Antes quizás, ahora lo mismo, mañana ya veremos” (Ahí te lo dejo, Hong Sang-soo).

PD. Pensándolo bien, la moraleja que extraigo de la peli en mi limitación mental es que ser sincero no te vuelve necesariamente más interesante. Si acaso más desnudo y desarmado.