Mi querida Big-Bang:

Un día ya lejano un niño con calcetines de perlé y las rodillas llenas de mugre me llamó “señora” y no pasó nada. De verdad que ni me alteré. Sólo le dije que era un guarro, que esos calcetines de perlé estilo Shirley Temple fijo que olían a naftalina y que si su madre le había vestido inspirándose en los repelentes niños tiroleses de “Sonrisas y lágrimas”. El angelito y su roña salieron corriendo.

Otro día fue un adolescente piojoso el que osó decir la palabra en el autobús -“tronka, quítate de ahí que molestas a la señora”-y, tras comprobar que la señora sólo podía ser yo, aproveché un bache y la subsiguiente confusión para pegarle un pellizco en el pircing del que aún debe estarse recuperando en la sección grunge-infecciosos del hospital Carlos III.

Manolo el frutero lleva llamándome así desde hace la intemerata, pero a ése se lo perdono, convencida de que en su boca siempre llena de pepitas de kiwis señora es más un título nobiliario que una condición asociada a la edad y las lorzas.

¡Pero que un joven de más de 30 me llame señora es mucho más de lo que mi ego puede soportar! Sucedió ayer, en el puesto de Lotería donde cada semana relleno con ilusión la Primitiva que me convertirá en una señora rica, ahí sí, llena de joyas y pieles de visón del bueno. Mi abuela, una señora oronda y millonaria, las llamaba despectivamente “las pellicas”, como a sus bragas luxury, siempre de Christian Dior, las llamaba coloquialmente “las Christian”. Cuando eres rica y gorda como ella te ganas el derecho a rebajar el oropel y el boato de tu artillería luxury-pesada.

A lo que iba. Estaba yo rellenando la Primitiva con mi método infalible tradicional. Como ya sabes, yo me tomo la operación muy en serio, porque al azar no le gustan las chapuzas. Así, cada cifra escogida tiene que ver con un evento cúlmen de mi biografía, a saber: 8, por los años que pasaron desde que mis amigas fueron besadas con lengua hasta que me sucedió a mí. 30, por las vueltas que di en el coche de novia hasta que mi primo me avisó por walkie talkie de que el novio se había decidido a llegar al altar: “el gato está en la gatera, chata”, era la frase convenida. 15, por las verrugas que, a modo de sarpullido, me salieron el día que por fin logré arrancarle una cita a Mr.Macizo, el macizo de la facultad. 6, por las cajas de kleenex que gasté llorando a la vuelta de aquella cita…

Yo recordaba cada evento y marcaba el número correspondiente en la casilla, con la satisfacción del trabajo bien hecho, cuando oí una voz en mi retaguardia que decía: “Vámonos, hija, que esta señora parece va a tardar en terminar su examen de Inspector de hacienda”. ¿Había oído bien? Sí, el impertinente habló tan alto y tan claro que me di la vuelta -yo que sólo me vuelvo cuando escucho piropos procaces- y le dije altiva y distante: “la señora va a estar el tiempo necesario, treintañero de mierda, y la próxima vez que veas a la señora será en “El diario de Patricia” relatando lo que piensa hacer con los 10.000 millones de eurazos que le van a caer. Y la señora no tendrá ni media duda en dedicar una derrama a la contratación de matones que rompan piernas a todo aquel mayor de 12 meses que se atreva a llamarla señora”. Dicho lo cual me giré y seguí rellenando mis apuestas. Altiva y displicente, como una señora.