Todos tenemos temas sensibles que nos desconciertan, nos irritan, nos ponen a la defensiva. Por ejemplo: tu presunta ideología.  Política. Social. Familiar. Intelectual. Estética.

A veces uno siente que sus manifestaciones actúan como ácido corrosivo en las pieles de quienes han dado por sentado que piensas como ellos. Y tú nunca te has pronunciado de forma explícita, pero sin duda expeles un aroma que ellos reconocen. O quieren reconocer. Lo necesitan desesperadamente, porque no hay nada tan relajante como ser parte de un grupo. Y nada tan turbador como el cabo suelto porculero.

Los Guays. ¿Cómo no comulgar en su fraternidad tan cool? La mayoría dentro de la exquisita minoría.

Y entonces llegan las decepciones. Y te sale la rebelde que te poseyó en la sesión de espiritismo que debieron hacer tus padres un día de verano.

Para que quede claro: Yo soy capaz de aplaudir una decisión de un tipo conservador y de abuchear a un progresista. Y viceversa. Tengo amigos que votan a un lado y a otro pero hace unas cuantas cenas, con mi grupo de íntimas de la universidad, abandonamos la política con ensalada de burrata porque las pulsaciones pasaban de 80 y nos hemos juramentado para evitar volcanes de lava intolerante que salpiquen nuestra unión inquebrantable.

El tema delicado era la gestión incipiente de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, y esa página web sobre la verdad verdadera que aclarará lo que ha dicho o decidido por si no nos habíamos enterado.

Así que yo, como Manuela, estoy aquí para aclararme. 

Pregunto: ¿la ideología tiene que resultar de cómo te va? ¿Si llegas a fin de mes con holgura eres de derechas y si no llegas de izquierdas? ¿Dónde cabe tanta estupidez simplista y maniquea?
¿Si estabas indignado y no acampaste en el vergel del 15-M eras un traidor? ¿Si el Papa Francisco te cae bien eres un meapilas? ¿Si estás en contra de la discriminación positiva porque una tonta en un despacho  obstruye el respeto de las demás, entonces estás en contra del feminismo, de esa lucha heroica de tantas precursoras cuando no podíamos votar ni abrir una cuenta en el banco sin la autorización de nuestros maridos?

Pues yo quiero aclarar aquí lo que digo: a veces estoy a favor, a veces en contra. Cada vez -debe ser cosa de los años- soy más fan del sentido común, venga de donde venga. Me gustan las personas mayores, que han vivido, y echo de menos a mi abuela cuando me duele el estómago y ando con flojera llamada tensión 4.5/7, como ayer.

No me creo al candidato trilero y posturitas. A casi ningún candidato que se haga juegos malabares a pocos centímetros de mi cara. Quieron a uno que me mire a los ojos y me diga “me he equivocado, pero voy a enmendarlo”. No me interesan los jóvenes (hormonalmente hablando), como parece que corresponde a las de mi edad.  No podría ser tertuliana, ya me temo. Ni luterana. Tampoco campista ni miembro de una asociación de mujeres del rifle contra los hombres.

Eso no me convierte en reaccionaria. O eso creo.

No podría enamorarme de alguien que no lea. Ni vestir un traje regional, uno cualquiera, porque todos son feos y pican.  Detesto a los mentirosos. No aguanto que me chillen.

Creo en la avaricia del mediocre y en los modernos de pueblo. Evito a unos y a otros.
Y sudo, sudo mientras llueve lluvia ácida caliente.

Ya preparé la maleta en mi cabeza, con ligeras variaciones sobre la que será.

De repente, necesito parar. No lo había pensado. El cuerpo hace clic y se derrumba. Sólo como advertencia. Busco instintivamente  la compañía bálsamo de M.J, hablo con la tortuga y Minichuki me resume sus quince días sin mí: “He pasado por todos los momentos: rabia, diversión, impotencia, alegría…”. Pues sí que te ha cundido, hija mía. “Pues sí, pero estoy genial”.

Pues genial, entonces. Ideológicamente genial, hambre de playa.

Y a los que me queréis en vuestros ejércitos, a costa de mi voluntad, sabed que no lucho con armas. Voy por libre. No soy Guay. Y asumiré vuestra decepción como asumo que nunca correré el 24 horas Le Mans.

Y así hemos conquistado el jueves. Tan solos y tan libres. Espero que la lluvia nos proteja con su manto de cristales. Desordenadamente.