Mi sobrina R. me informó ayer muy seria de que de mayor quería ser “o futbolista o domadora de delfines”. Andábamos las dos barriendo hojas del jardín de esa comuna que compartimos mis hermanos y yo, un chalet decadente y sesentero donde casi siempre está roto casi todo y al que el abandono del invierno convierte en una escenario bélico con ginkana de esfuerzos colectivos cuando se impone junio y estalla el termómetro.

La casa está en una urbanización muy fea y descuidada cuyo centro neurálgico es un supermercado (donde una vez por hacer la gracia pandillera robé unas galletas y me pillaron).  La urbanización prometía ser un Sotogrande madrileño cuando mis abuelos compraron una parcela el año en que yo nací. El desarrollismo era ya una realidad y muchos años después, cuando mi abuela adquirió el chalet, solíamos hacer una excursión a “la parcela”, que no había manera de encontrar entre otras muchas parecidas y llenas de hierbajos.

Mi sobrina R. me seguía por el jardín lleno de calvas en lo que ayer fue césped  con preguntas muy concretas: “¿A ti te gusta tu trabajo? He leído en tu cuento que hablas de mi padre…”, y luego agachaba su cuerpecillo y recogía una piña, y yo empuñaba el escobón y me hacía fuerte contra las hojas que se amontonaban acá o allá para pasar después a rescatarlas con la carretilla.

El chalet siempre fue un pringue y yo nunca he entendido esa pretensión urbanita de la segunda vivienda destinada a trabajar como chinos para adecentarla en lugar del simple  disfrute bajo el laurel donde todos los veranos se propician conversaciones de alcance mundial. Allí hemos aprendido y enseñado a nadar a los niños, hemos dormido siestas parecidas al coma, he preparado mis célebres paellas no aptas para ortodoxos de la paella como mi amigo J. y hemos fijado para la eternidad una imagen secuencia: la de mi padre con los pantalones cortos medio caídos, un cigarro en la boca y una herramienta en mano, grasienta, resudando y dispuesto a hacer alguna de las mil ñapas que exigía y exige la casa; la de mi madre recogiendo la cocina y poniéndonos firmes a gritos y la de mi abuela arrastrando su oronda humanidad con una bata ligera y pidiendo a mis hermanos que le alcanzaran “el transitor”, después de picar ajo y preparar un sofrito oloroso a la hora del desayuno.

Escribo esto porque ayer fue el gran día.  El día de destapar la lona a la piscina y empezar a limpiar la cueva para las hordas estivales de hermanos, cuñados y sobrinos. El día de llenar la nevera de cervezas y pimplarse en familia, como nos gusta, mientras alguno se cagaba en todo -con perdón- por el hallazgo de un nuevo destrozo. El día de desafiar a la impaciencia que en mi caso es hermana de la vagancia y dejar medio apañada la lona azul de la piscina hasta que septiembre nos avise con sus relentes de que el verano se bate en retirada. El día de charlar con mi hermana en un porche con unas sillas incómodas de hierro  a las que nos hemos hecho a base de muchos años de insistencia. El día de repartirnos las camas como en un campamento hippie, comprobar si hay arañas de largas patas por las paredes y montar la nueva barbacoa. El día de reunirnos los cinco hermanos como cuando éramos pequeños, tan alborotados y unidos como entonces, con nuestras respectivas familias y disfrutar de una casa llena de remiendos donde no hay tres platos ni tres vasos iguales, un caos cascabelero que somos nosotros mismos y es nuestra historia de verano. Tan imperfecta y tan por escribir como todas las que empiezan en junio con esa excitación de las horas muertas y los cuerpos libres de costuras. Tan new age, tan setentera y tan esperada por lo que tiene que reencuentro y de recuento de los años y que arranca así: “Yo tenía una casa de verano muy destartalada y una familia divertida con la que no necesitaba amigos ni grandes planes para pasarlo pirata…”.