Mi Everest

Para celebrar que he coronado con éxito y asfixiada ese Everest desalmado y lleno de trampas para rubias llamado DIBEX en marketing y comunicación digital me pienso regalar una vela de peonía que descubrí en un viaje reciente a la nueva y espectacular boutique Cartier de Barcelona– donde el lujo no sólo yacía dentro de las vitrinas sino que flotaba en el aire, aromático y sutil, te invadía los pulmones y te invitaba a quedarte a vivir entre sus halos salvíficos para siempre.

Una vela es un reclamo refinado y humilde -28 euros- que te procura cuarenta horas de bienestar. La división es sencilla. Una vez más, lo mejor de la vida es gratis, o casi. Cuando la encienda será una invitación fragante a permenecer en casa rodeada de mis libros, mis revistas, mi fondo de armario, mi desazón, mi dicha, mi valor vapuleado y mis dos chicas. Cuando la prenda saldrá el genio de la lámpara y colmará mis deseos postergados a una fecha que ya fue en mi calendario.

Por fin podré sentarme sin esa sensación de culpa que me ha acompañado los últimos meses y que me hacía ver con el rabillo del ojo la montaña de apuntes, notas al bies y manuales sospechosos sobre la mesa si osaba hacer el vago un rato. Por fin mi despensa cobrará vida y mis amigos recibirán un wasap distinto a “no puedo, tengo que trabajar en el caso” cuando me propongan planes irresistibles.

Mi caos cotidiano. Despedida y cierre

Durante semanas mi ego ha sido abofeteado sin clemencia.  Me he sentido lerda, incapaz, mutilada, como si hubiera aterrizado abruptamente en un país ignoto donde hablaran un idioma del que desconozco el alfabeto. He pasado todas las fases: extrañamiento, ira, dolor físico, escepticismo, desencanto, risa nerviosa, euforia, desaliento… He dormido mal, aún peor que de costumbre, me ha derrotado una muela, he postergado a los míos, me han cuidado y descuidado y he roto cristales y alguna arteria principal.

Hasta que un buen día, casi al final de la gymkana,  las piezas de ese puzzle endemoniado empezaron a encajar.

Aprender duele“, me dijo A. un día de los que me lamentaba por teléfono de mi desgracia digital. Pensé en Kung Fu, en el Pequeño Saltamontes y, ya de paso, en una llave paralizante que me permitiera salir del tatami y dedicarme a mis labores. O sea, a todo eso que hago con el piloto automático mientras quemo mis lentejas o canto fados desafinando como una rana.

Aprender duele, querido Saltamontes

Pasados los cuarenta, incluso antes, uno tiende a concentrarse en lo que domina. Teme salirse de su marco estrecho por si llegan los malos y no dispone de un antídoto. Superar ese pánico es tan antioxidante como un zumo de frambuesa en un spa.

Pues ahí queda eso, nena. Date el gustazo. Recompón los rasguños y cómprate esa vela.  La vida son las cruces que un pone en su cuaderno. Las pruebas superadas, la certeza de que habrá otro reto porculero que nos hará mejores y más fuertes. (Y sí, esto empieza a sonar al peor y más estomagante  Paulo Coelho,  ya abandono)

PD: Dedicado a J., a B. y a A., mis tres compañeros de grupo en la batalla. Que me han enseñado, que han reconducido mi impaciencia y me han tendido la cuerda cuando el Everest se me hacía bola. Ha sido un honor, nos vemos en la próxima cordada.