A mi hija le gusta la pizza el día después, fría y tiesa como suela de zapatos. A mí me sucede lo mismo con la paella. Y con la lectura de Muñoz Molina los domingos en lugar de fresca tinta de sábado. Hoy tocaban Montaigne y Cervantes y me ha parecido muy bien. Sabroso y sin competencia. El atracón de prensa del sábado te impide masticar despacio la carne de la letra. Las precipitadas tendemos a devorar para pasar a la siguiente casilla. Una buena paella hay que tomarla con plena conciencia de cada trocito de calamar, de pollo o de pimiento. Una buena lectura, exactamente igual.

No soy compasiva con la ropa de segunda mano, salvo que se trate de mi mano. Esa que guardo una o dos temporadas y devuelvo al front raw del armario cuando ya se me ha pasado el hartazgo. El diseño siempre vuelve, como el asesino en las pelis serie B. La otra noche lo hablaba con J.A, un creador español brillante y muy simpático que fue mi pareja de baile en un saraó de los muchos que estallan en el Otoño de Madrid. En el coche nos presentamos -era una cita a ciegas-y allí mismo entendimos que podíamos pasarnos la vida entera hablando de la intuición arquitectónica e imperecedera de Miuccia Prada, de por qué una chaqueta de Chanel bien merece una misa -“me la pondría con vaqueros, para tomar el aperitivo en un bar cualquiera”, decía yo- , de cómo cierto look de cierta portada vintage es clavadito al de hoy, firmado por los mismos. De que cuando te arreglas deprisa para un cóctel el petit robe noir nunca falla…

Tras deslumbrarnos mutuamente con nuestra charla mundana y llena de referencias Vogue, nos dispersamos por la mansión del Gran Gatsby que nos convocaba, y en un momento de la noche me pasó eso que me sucede a veces. El impulso irrefrenable de querer irme. Ya había saludado a quien tenía que saludar. Ya había bautizado brevemente mis labios con champán. Una fuerza superior a mi propia voluntad me empujaba hasta la puerta. Y me fui sin avisar a mi pareja, a quien traté inutilmente de localizar en mi escapada como una Cenicienta torpe y sin zapato de cristal.

Chanel

“Ya estaba preocupado…Fue breve pero intenso. Repetimos pronto, please, y no nos soltamos de la mano”, me escribió él al día siguiente.  Tendremos una segunda oportunidad, pensé yo, encantada de mi éxito con los hombres que prefieren a otros hombres. Las segundas veces son así. Partes de lo sabido, esperas que en ese hiato haya habido cambios, reflexiones, alguna moraleja. Tú misma no eres igual, ya no te tiemblan las rodillas. Algo has aprendido a fuerza de leer y de escribir, de muchas horas sola a la carrera, de algunas despedidas y de algunos hallazgos. Y no te tomas sin más el plato revenido, si acaso lo calientas y pruebas una punta de cuchara. Y reconoces el sabor de entonces, pasado por la huella de ese tiempo sin noticias.Y lees a Montaigne, dos o tres párrafos.

No nos soltaremos de la mano, o lo mismo sí, querido J.A. Si está de dios nos chocaremos en la fiesta, como en esas malas comedias románticas de sábado a mediodía donde puedes dormitar sin perder comba. Chico busca chica  y se lía con otra inapropiada -esa era la propuesta de ayer, ni sé en qué cadena- sin darse cuenta de que se está enamorando sin remedio de la primera, una pelirroja pizpireta con la que finge que se ha prometido para tranquilizar al padre moribundo. Y pasa lo que tiene que pasar, y a las chukis les dices lo que tienes que decirles: Eso es amor edulcorado y de mentira, no os fiéis de los cuentos de hadas para bobos y bobas. ¿Romanticismo apto?, “La Princesa Prometida“, Westley y Buttercup. Con un gigante, un malo malísimo, un espadachín vengador y esa mujer perfecta llamada Robin Wright. Amor verdadero. Eso o nada.

Las segundas veces deben pillarnos más sabios. Más tolerantes. Más valientes. Más prestos a reírnos de las imperfecciones. El arroz no se ha pasado, ofrece otra textura, y la carne sabe más reposada, menos brava, y es delicioso echarle una pizca de limón. Paella del día siguiente, pizza recalentada, una falda vintage que ayer compraste nueva, libros de cabecera en la mesilla, siestas perezosas con películas tontas por la tarde. Y Prada siempre haciendo de las suyas, con esa piel tan tersa y ese vigor eterno de las buenas ideas. Las que te fascinaron, que aún amas. Tal vez una chaqueta de Chanel, un año de estos. Cuando tú seas vintage y ella moderna.

Y a ti, querido príncipe, nos vemos cuando quieras. Perdona por la fuga, fue el petit robe noir y fueron los salones de pitón. Y esa llamada hueca, persistente y mandona de la noche…