Taj Mahal doméstico

Escribo últimamente y aún de noche en la misma mesa donde mi hija mayor se devana los sesos cada día. Una rotación similar a la de las camas calientes pero llevada al territorio intelectual que, en lugar de dejarse una sábana arrugada o una horquilla de pelo abandonada sobre la almohada, olvida un libro de Galdós, “Miau”, subrayado en fucsia como dios y su adolescencia tecnicolor mandan:

“Se llamaba Luisito Cadalso y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido“…

Imagino de inmediato a Luisito Cadalso y me admira la economía potente y descriptiva de Galdós. Decido que releerlo puede ser tentador, a estas alturas en las que la literatura norteamericana y británica me excitan con sus cantos sajones de sirena y sus construcciones sintácticas contundentes y poco alambicadas.

Una mesa caliente, convengamos desvela mucho más que una cama. Y si ambas son una, no digamos. Conozco cierta cama que es un amasijo de libros, bolis, tarjetas, notas distraídas, acreditaciones profesionales, tapones para los oídos y algún fármaco inocuo. Cada vez que la frecuento siento que su dueño nada finge ni oculta y me siento tan tranquila y confiada como tentada de hacer una foto del collage desbaratado y espontáneo. 

Los secretos de la intimidad yacen en lugares no siempre sospechosos y en detalles sin morbo aparente. Por ejemplo entre los subrayados de los libros, los post it de la nevera, el cuartito de la plancha o el cajón de la mesilla de noche.

En cierta ocasión entrevisté a un personaje muy popular en su casa de Sevilla, cercana a la catedral, laberíntica y de techos bajos. Un jeroglífico arquitectónico asfixiante que te expulsaba violentamente hacia la terraza, como submarinista exhausto tras haber agotado el de oxígeno de la botella.

Recuerdo que entré en el dormitorio y que descubrí con sorpresa que las dos mesillas de noche eran botiquines plagados de medicamentos caprichosamente desperdigados en tres baldas. Había, lo juro, drogas como para curar a una división del ejército en tiempos de guerra pese a que el tipo vivía solo. Luego, en el cuarto de baño, destacaba una vitrina alta de cristal llena de cremas y elixires de juventud, con toscas etiquetas donde una letra temblorosa había escrito: “para la caída del pelo”, “para las patas de gallo”… “para el vigor”(!!!)  y así.

El personaje era un hombre, y sin aparecer ya sabía mucho de él. La cama ni recuerdo cómo era. Su respuesta cuando le pregunté por los medicamentos fue vaga y bastante disuasoria. De los cosméticos no dije ni pío; intuí que eran arenas movedizas y que acabaría sepultada en una capa de barro espesa y oscura como la personalidad turbia y enigmática de aquel señor.

Creo que cada detalle oculta una historia, un relato inesperado. Quizás por eso soy tan vouyeur y cuando voy por la calle me excitan las cortinas descorridas que permiten ver el interior del comedor, del dormitorio, del salón y adivinar la historia de sus moradores. Ya dentro, si me invitan, la vista se me va a la biblioteca, la lista de tareas domésticas pegada con imán en la cocina, las luces directas o indirectas, las plantas y las flores marchitadas. El orden y aún mejor el desorden, el azar, el reguero que dejan la prisas.

Y pienso cómo saldría yo parada si una mirada ajena investigara mis cajones del caos. Creo que antes dejaría fisgar las cookies del ordenador donde espero la salida del sol rodeada de las migajas que olvidó mi adolescente. Unidas por una mesa que lo sabe todo de nosotras. Y nos convoca cada día con un detalle sugerente, como hoy:

“Se llamaba Luisito Cadalso y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido“…