“Pero no tengo ninguna amiga, de modo totalmente deliberado no tengo ninguna amiga, porque entonces hubiera tenido que renunciar totalmente a mis ambiciones intelectuales. No se puede tener una amiga y al mismo tiempo ambiciones intelectuales”. Hormigón. Thomas Bernhard.

La mayoría de los misóginos que he conocido de cerca tenían miedo a las mujeres. Su menosprecio se cimentaba en el temor, en la inseguridad de no entender ese mapa geográfico, en el vértigo de sospechar que alguna referencia crucial se les escapaba. Y entonces sacaban los cañones, disparaban.

Temo a los miedosos por esa manía de defenderse atacando. La disuasión violenta. El miedo es libre, dicen, pero quizás debería estar sujeto a una tasa. Un impuesto del terror, pongamos. No en todos los casos, desde luego, porque cada temeroso es un océano con sus especies en peligro de extinción. Pero con los años observo que el miedoso que amo es aquel que me dice “tengo miedo”. Y que no hay una señal mayor de fortaleza que reconocer la debilidad delante de quien nos descubre.

La misoginia de Bernhard sería otro tema de debate. A mí, desde luego, no me impide admirarlo/disfrutarlo  como autor. Me pregunto -obvio- qué relación tuvo con su madre, con sus hermanas (de las que ignoro su existencia). Pero detecto en mí ese tufillo de diván barato y aparto esos pensamientos.

Pero… ¿Sería su madre una señora implacable, severa, castradora incluso, o una mosca muerta sometida a la dictadura de un padre convencional de la época?

Me repito cuando insisto en el poder destructor de las madres. Pero creo tanto en él como en el miedo como esencia del odio. Sobrevivir a una madre es una tarea titánica a veces, y tengo algún amigo muy querido que anda en esas y me conmueve con sus relatos y lo admiro porque ha decidido plantar cara a un fantasma.

Lo peor de sufrir a una madre demoledora es que esa madre esté muerta.

Otro amigo espanta a la madre seduciendo mujeres sin parar. Una detrás de hora, sin barbechos. De él me llama la atención que las denomina “niñas”, pero nunca me atrevo a corregirle. Igual las reduce para poder contenerlas. Igual las mujeres le dan miedo. O puede que su amiga, o sea yo, tenga esa querencia pueril porque se empiece a  “matar a la madre” después de tanto asesinato edípico, y ande poniendo la lupa en lugares equivocados.

Y en este punto, como madre, debería hacerme el harakiri. O no. El destino ha querido que mis chukis fueran hijas, potenciales Electras (y que su padre, ese hombre bueno y paciente, asuma el reto de Jung y se las coma con patatas)

Ya puestos a tener hijas con traumas,  nada me gustaría más que descubrir que los reciclan en deslumbrante obra, a lo Thomas Bernhard.

Las personas sanas, felices, equilibradas, no suelen ser intelectualmente interesantes, me temo. Y en este punto invito a que indaguéis las vidas de los grandes autores, compositores, artistas.

Sin trauma no hay creación, no hay destello.

 Se llama reparto de dones. Justicia poética. Y a veces da miedo.