Carrera de la Mujer

Mañana corro una carrera que no he preparado en condiciones. Temo que las rodillas se resientan y crujan como bisagras oxidadas y que el corazón se me salga, caliente y chorreando, por la boca en algún punto perdido entre el palacio de Oriente y la cuesta de Ferraz. Temo que el sol me aplaque sin piedad, ser un mosquito que flota sobre un charco,  y que los gemelos se declaren en huelga, la sangre concentrada, ardiendo cual castillo de fuegos artificiales que estallara en un almacén cerrado a cal y canto. Los despojos esparcidos, el forense desquiciado. CSI. Sístole y diástole al son de un rock endemoniado.

Uno corre contra sí mismo. Contra una naturaleza diseñada para la velocidad y el corto plazo.  Contra el desaliento y la fe tambaleante. Los débiles de esfuerzo y sufrimiento, los hedonistas militantes entendemos que hay que poner coto a los desmanes de la naturaleza y apostar a una ficha. Será impar y negro o no será. Las Chukis, que hacen poco caso a mis escarceos deportivos, y de mis escarceos en general, ni se plantean faltar a la meta para recibirme. Saben que no hay nada más crucial que su abrazo y sus miradas de orgullo. Batir de campanas, manos al cielo, fiesta,  y sudor. Café con churros. Y ese familiar calambrazo de endorfinas. Pura droga.

Se corre como se es. Correr es una forma de estar en el mundo. De situarse en el tablero con los dados en la mano y fichas de jugador y rival, al mismo tiempo. El esfuerzo espanta la obsesión, los demonios cotidianos, la tontería y el escepticismo. Las dudas. La pereza. Las venas tan hinchadas que da miedo. Presión, mucha presión y el globo que no explote. Pero seguir hinchando un poco más, tantear el límite y pasarlo unos centímetros. Y echarte una carcajada que es como un grito sioux, salvaje y desatado. La danza del guerrero que precede al sueño exhausto y confiado de la dama.

Marea rosa, el recorrido

Lo dejo ya. Tengo delante mi dorsal y a punto mis viejas y leales zapatillas. Velo armas y he quedado con mis amigas del alma y con mi hermano A., mi escudero, que me escoltará y será como otras veces, la charla al trote, algunas confidencias, el desenfado y también la mandíbula apretada. Estar al otro lado, a su lado, después de tantos años de ir a verle llegar a muchas metas. Las lágrimas, los gritos, la sensación de sentir que aún quedan héroes y que el mundo gira a pesar de  las trampas de los malos y el destino burlón que te hace rematar o quedarte a dos metros de la cima.

Uno corre, digo,  contra uno mismo. Y corre como es. Pero también como ha aprendido a ser después de bailar o revolcarse un rato largo con la vida. Diría que uno corre como la persona que le gustaría llegar a ser el día de mañana que es mañana. Por eso me ha salido tan solemne, tan orquesta sinfónica con coros,  algo que en realidad iba a ser un pizzicato. Un ensayo general. Los nervios de enfrentarse con esa otra mujer en el asfalto.