Un día Marty Baron, director del Washington Post e impulsor del modelo de negocio digital de pago que se considera referente en el mundo del periodismo, aseguró que uno de los atributos que buscaba a la hora de contratar a alguien era… el optimismo. “Tenemos presiones enormes en esta industria, grandes obstáculos. Y quiero contratar a gente que confíe en que va a tener éxito”, se reafirma hoy en la entrevista en El País con motivo de su jubilación (que espero no sea una retirada).

No puedo estar más de acuerdo. El optimismo se integra en alguno de los elementos de la lista de las llamadas “soft skills” que tanto se reivindican hoy en la galaxia de los recursos humanos.

“Las habilidades blandas permiten que una persona se destaque de otra, sobre todo cuando se tienen desarrollados los buenos modales, el optimismo, el sentido común, el sentido del humor, la empatía y la capacidad de colaborar y negociar”, leo. Y añade más adelante el trabajo en equipo, la creatividad y, sobre todo, las habilidades de comunicación.

Martin Baron © Carlos Rosillo

El optimismo -y prefiero llamarlo posibilismo, aunque no sea lo mismo- se tiene o no se tiene. Es difícil invocarlo a demanda y jamás debe confundirse con el temperamento iluso o naif.

Los que hemos tenido la suerte de nacer en el seno de una familia de optimistas sabemos que el don heredado sólo sirve si va ataviado con una fuerte dosis de realidad. Es decir, con disciplina férrea de someter al análisis lo que nuestra naturaleza nos muestra de partida como posible. El optimismo es la base, pero requiere buceo a pulmón, contraste con otras “fuentes” y respeto incluso por los cenizos/as y sus predicciones funestas si razonables. Es un ejercicio de supervivencia diario que, además, necesita de la ingesta de una poción mágica 24×7 llamada relatividad.

De Marty Baron, como periodista que soy, admiro su osadía y su visión, entre otras cualidades. Su alianza con Jeff Bezos -dueño de Amazon– me pareció tan arriesgada para la libertad de expresión como a muchos de mis colegas, pero parece que al asumir ese riesgo estaba en lo cierto. Lo de la contratación de una guerrilla de optimistas -también llamados resilientes- me parece mucho más acertada en el territorio “soft”.

Si hago memoria de las personas que han formado parte de los equipos que he tenido la suerte de liderar, siempre me quedo con los y las resilientes, íntegros, optimistas, empáticos, colaboradores y militantes del sentido común. Aunque creo que necesitaron de los escépticos, “alacontristas” y visionarios de la fatalidad para dar su mejor yo.

El equilibrio entre el yin y el yang también funciona en los equipos profesionales, me parece. Y la base que aúna a todos sus componentes, o lo que creo que siempre he buscado, es la nobleza, la osadía, el rigor, la capacidad de encajar y emitir críticas y la valentía para defender a muerte las convicciones más profundas aunque me escocieran. Los dóciles -también llamados “yes man”- no suelen ser buenos fichajes porque debilitan al líder y porque a menudo por sus venas corre la cobardía que alumbra el camino a la traición. La historia de la humanidad y de la empresa está plagada de besos de Judas. Ahora con mascarilla, pero igual de letales.

paisaje optimista doméstico

Termino ya. La pandemia y su larga duración empiezan a hacer mella en los espíritus más resilientes. El covid y sus efectos colaterales -egoísmo, insolidaridad, mentiras arriesgadas…etc- han generado una nube tóxica que no ataca a los pulmones sino a la visión esperanzada de los optimistas.

Hoy más que nunca debemos aferrarnos a las personas confiables, a los posibilistas. A los nobles y a los profetas de la resistencia armada de valor. A esos y esas que cuando se caen no miran sus rodillas ensangrentadas sino que agradecen la suerte de no haber sufrido un destino peor. Y se levantan y piensan que mañana la costra caerá, como siempre ha ocurrido. Y entenderán que en la jerarquía de lo que importa está su secreto. Y ese sí que se aprende, aunque se haya nacido en un charco de fatal pesimismo.

P.d. No se me va de la mente el poema “Defensa de la alegría”, de Mario Benedetti. Un hombre taciturno de hechuras que sin embargo lo vio y lo dijo. Luego Joan Manuel Serrat le otorgaría un himno. Y no, alegría tampoco es sinónimo de optimismo. Pero si caminan juntas el cielo se abre y llueven chispas.