Mi adolescente y yo hemos empezado a correr por el parque. El mismo parque donde la bajaba de pequeña a socializar con otros niños y devorar arena sucia mientras yo hablaba con sus padres y devoraba quina santa Catalina de tedio y desesperación.

Mientras emprendíamos el trote deshilachado pensé que el botellón no había pasado por mi vida. Que me he saltado una etapa crucial entre el besuqueo de los novios y la tortura de ventilar a las chukis en ese entorno hostil de conversaciones vanas sobre alimentación, sueño y excatologías.

Lo que no se hace en su momento, sobreviene después. Eso dicen los apóstoles de la psicología humana y algo de razón deben tener, porque mientras contaba las respiraciones al ritmo de “19 días y 500 noches” (sí, como corredora muy moderna no soy), se me iba la vista al césped y a las botellacas de cerveza y de no haber tenido que dar ejemplo a mi adolescente -abochornada porque de vez en cuando me paraba y echaba un baile fruto de la euforia y el flato– me habría sentado con la tribu a darle a la frasca con esa desidia loca que tienen las tardes de domingo.

El parque es como un Micrópolix del neolítico. El lugar donde aprendes que la tierra es indigesta, los niños mangan los cubos y palas con la venia de sus padres, el agua siempre se termina demasiado pronto y hacer pis detrás de un árbol no es tan grave. El lugar donde  fumaste a escondidas los primeros pitillos, el escenario de mis primeras pellas, los besos a tornillo, el frío mientras os tentabais la ropa con el primer amor torpe y decidido. Luego fue salón de lectura acunando un cochecito de bebé, después tortura de padres obligados a vigilar los saltos de los niños en los columpios y ahora pista de atletismo para madres desmayadas con hijas en perfecto estado de revista.

Mi Chuki grande se ha hecho muy mayor y ayer la miraba trotar delante mío, alta y poderosa,  y volverse de cuando en cuando a amonestarme entre risas por mi resuello entrecortado. “Venga, mamá, que vas muy lenta y me aburro…”. Me gustó que me llevara, que decidiera ella la ruta de nuestra carrera. Me gustaron las risas, la sensación de que en esa guerra que provocan las hormonas hubiera una tregua. Darme cuenta de que el parque, de nuevo, estaba siendo testigo de un cambio de etapa en mi vida. Que una parte de mi trabajo con esa mujer que hacía estiramientos a mi lado había concluido y todo estaba en orden.

Fuimos felices.

A la vuelta, Minichuki se empeñó en dormir conmigo y hablar de cosas de chicas. O sea, de sus cosas de enana con visión translúcida. “Mamá, ¿tú a papá le quieres?. Y yo: claro que sí. “¿Es eso que llaman el hombre de tu vida?”. Y yo: “Es el único hombre que seguro que siempre va a estar en mi vida, chitina, además del abuelo. Así que es realmente importante”. “Ah, pues muy bien”, dijo ella, y dándose la vuelta, me pidió: “Cógeme la mano y cuando me canse me la sueltas”.

Pensé que aún me queda un rato para despedir su niñez, muchas carreras por el parque con su hermana y algún botellón imprescindible. Esa asignatura pendiente.