Me llamo X y ayer fui al cine a ver Amanecer, parte 2. Una mancha en mi currículum de sólida agitadora cultural, pensaréis. Para que podáis añadir saña a vuestro menosprecio, os diré que las he visto todas, y en el cine de estreno.  Y que volvería hacerlo solo para hermanarme con mi adolescente, a quien los rituales familiares le aportan inusitada seguridad.

Debo decir para mi descargo que todo lo que huela a vampiros me tiene ganada. Me repito cuando cuento que Drácula, de Bram Stoker, es quizás mi novela favorita y la que más veces he leído en mi vida. Ha sobrevivido a mi infancia revuelta y a mi juventud atolondrada. Jamás, en mis relecturas, me ha decepcionado. Creo que  podría contar quién soy desde mis hallazgos de cada reencuentro con Mina, con Van Helsing, con Jonathan, con Lucy, con Renfield. Y que mi Drácula me ofrece tanta hondura como superficial fascinación estética la saga Crepúsculo. 

Ayer, repito para los que penséis que sólo como caviar y bebo Vega Sicilia -ja,ja,ja- me metí al cuerpo unos huevos con chorizo y calamocho Don Simón que aún no he terminado de digerir. Me acompañaban las chukis, mi sobrino y una amiga de mi ado. Además de un barreño de palomitas con su Coca-Cola XXL para hermanarnos a tope con la película. No nos faltaba un detalle.

Mientras la música y los paisajes nevados me aturdían,  comprobé que lo que a mis distinguidos acompañantes quinceañeros les enganchaba es el amor explícito. La grandilocuencia sentimental. Las frases simples y eternas. Los diálogos intensos y bobalicones: “Nunca nadie amó tanto como yo a ti…dice ella (Bella). “Con una excepción”.. responde él (Eduard) mirándola con  fijación trémula.  Y esa coreografía de flores, agujas de nieve, posturitas a dúo (todos los vampiros de la saga están enamorados hasta las trancas de sus parejas. Por la eternidad. Sin cuernos, sin celos, sin que desfallezca el pellizco erótico de los comienzos) Una explosión del ideal romántico a borbotones. Como la sangre o las palomitas que crepitan al explotar el maiz). Y venga te quiero, te quiero…

A los quince años uno dice te quiero con vocación vampírica. Es para siempre. A los treinta ya sospechas que es para siempre…mientras dure. A los cuarenta uno ya exhibe heridas de guerra, desengaños y errores. Los asume y cicatriza, de modo que pueden suceder dos cosas: o te vuelves religiosamente escéptico, o pierdes la cabeza y te agarras a un te quiero como una ladilla. Y si resulta que no, que no te quiere, duele y te desangras con la agonía de los quince años.

Por eso ayer, en el cine, no sólo había teenagers. Y, al terminar la película, no sólo aplaudían ellos sino sus acompañantes (me dio la risa floja, puede que por el bochorno de participar en el plano secuencia. Juro por mi vida que no aplaudí).

Por eso al llegar a casa, felices los cinco del rato que habíamos pasado juntos, tuve un instante de melancólica nostalgia de te quieros vampíricos. De que alguien, de piel blanca y ojos ámbar, me diga algo parecido a aquello de “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”…Una frase bien cargada de literatura de la buena, una declaración de amor caviar, un chute de amor Vega Sicilia, para entendernos…