Mi querida Big-Bang:

En un repentino ataque de dashielhamettismo pienso que los cadáveres mal enterrados siempre vuelven. Yo como enterradora he sido pelín chapucera. No sigo la norma sagrada de los dos metros bajo tierra. Me vale cualquier zanja para arrojar el muerto y echar un puñado de cal viva como el que arroja el arroz La Fallera en las bodas.

Como no remato, pasado un tiempo empiezo a detectar cierto tufillo, y entonces desenfundo algún perfume letal, dulzón y pesado para despistar a la Petra Delicado que llevo dentro. Sin éxito, naturalmente.

El muerto que ha resucitado invade mis noches de pasadillas. En una de ellas lo busco por los bares, mientras abandono a mis chukis en un hotel de aeropuerto, epítome de la desolación. Creo que el sueño tiene que ver con la película “Up in the air”, que me dejó el alma a la intemperie el otro día. Yo pensé: voy a echarme un lingotazo de George, y salí con coma etílico. “Él, como tú, es un alérgico al compromiso, un ser que transita por las nubes con el pantalón planchado y sin nadie que lo espere en el vestíbulo del aeropuerto”.

Mi amiga M. le montó un pollo de cuidado a su casi marido cuando el otro día, volviendo de un viaje, no fue a recogerla al aeropuerto. Lógico. No hay prueba de amor más radical que personarse en la T-4, allá donde cristo dio las tres voces, para recibir con los brazos abiertos al amor que llega descangallado y sudoroso. La última vez que lo hice yo, me pusieron mala cara, así que no he vuelto. Pero siempre que aterrizo, absurdamente, me invade cierto nerviosismo cuendo se abre la última puerta, como si ahí fuera hubiera alguien esperándome.

Como soy una mujer de acción, voy a poner en marcha un negocio brillante con la rentabilidad más asegurada que las Letras del Tesoro: Un servicio de esperadores profesionales para espíritus solitarios. Tú me cuentas tu plan de viaje y en qué aeropuerto del mundo aterrizarás, y allá te estará esperando, sonriente, el hombre o la mujer de tu vida. Te abrazará, te hará mil preguntas y cogerá tu equipaje mientras te rodea con mimo por los hombros, rumbo a la limusina.

Sólo de imaginarlo acabo de asesinar a mi desazón. Esta vez pienso taparla con siete capas de arena y una de cal. Y cerrarla con una losa de mármol de carrara con su epitafio y todo: “sayonara, baby”