Mi niña Sara fue y volvió. El techo como bóveda de azúcar, luces frías. Pilotos encendidos. La máquina del vending con esos sandwiches tiesos que masticábamos sin ganas. La Enfermera del Amor,  pelirroja y urgente, atravesando pasillos como un rayo. Llamaradas de grito, camitas alineadas en sus boxes. Mi hermano siempre en bata, mascarilla y fundas en los pies para no alterar su respiración leve con el roce de sus pasos. Volar hasta su cuerpo. Su heroína. Tan pequeña y tan grande. Días, semanas, ¿meses?.

El aleteo de la vida, defendiéndose a muerte. Tic, tac, tic, tac.  Y ella con una espada mágica, furiosos los dragones. Cornetas anunciando la batalla. Gominolas.

Y entonces, recibo un mail de I.

(Nos montamos en el coche y las niñas me preguntan  si estás escribiendo un libro. Les digo que sí y que hay capítulos en los
que
salen ellas.  Sara entonces me pregunta “si hablas de su enfermedad de
los 3 años”. Le comentó que no lo sé y después de un minuto callada,
dice que a ella le gustaría ser protagonista de una de tus historias…)

Contaré, mi niña, que ya eras protagonista sin saberlo. Que hubo un día a la carrera y una manchita roja en tu cuerpo. Y luego se pararon los relojes. Nunca hemos sabido qué hacías volando más allá, las esquinas de aquella habitación furiosa como agua en remolinos, un tornado.  Caballitos de mar,  anclas de barco. Tu frente despejada y esos ojos abiertos como platos. Sin miedo y sin ositos de peluche. Heroína total de cuentos aún no escritos. Y lo mirabas todo y todo era preciso, así como hablas tú. Y te gustaba el rosa, y eras la capitana de la flota guerrera. Y tu hermana R. a tu derecha, bebé recién nacido como un ángel, te sujetaba el velo de colores. Y escupías palabras y helado de vainilla.

Si imagino la infancia pura, desnuda de mohínes y maldad, siempre me sale Sara.

Nunca nadie ha sido tan protagonista como ella. El día más feliz de nuestras vidas fue el día que volvió de la guerra. Su cuerpecito exhausto, algunas cicatrices ya rosadas, el puño bien en alto. Paliducha y montada a lomos de su miedo vencido y exultante. Y nos miraba atónita volcarnos en su pelo, acariciándole brazos, cuello, heridas, besando sus mejillas, el hueco de su cuello. Sus clavículas de cristal, los piececitos.

Volvía con un manto de oro puro, el viejo protector de pesadillas. Tan dulce y tan serena como ahora.  Y todos la buscamos a la mesa, que es como se requiere a los valientes.  Y aún nos sobresalta cuando juega a los médicos. Y su madre la avisa cuando va a sacar sangre porque así lo ha pedido. No teme a las agujas. No le impresionan nunca los regueros de rojo. Y contempla la vida con mirada muy sabia y extrema gravedad, como si ya supiera lo que viene después.

Se llama Sara y tiene súperpoderes. Respira despacito y huele a almendras.

Fue antes de Navidad, y fue nuestra mejor Navidad. Su regreso triunfante. Los tambores. Una diosa vikinga, una princesa sin Disney.

-¿Qué hacías ahí fuera, tanto tiempo?
-Salvaba a muchos niños de las garras de un pulpo gigantesco y venenoso.

(Seis años después mi hermano, si se le mira bien, aún lleva en la piel
la marca de esa bata. Un tatuaje negro que le recuerda que vive con un
ángel. Su madre, la Enfermera del Amor, acude feliz al hospital y dicen que a veces vierte flores de colores por esa sala blanca. Caballitos de mar. Puro milagro)

Dedicado a mi sobri. Con la promesa de escribir ese cuento…con su ayuda.