Recibo una invitación irrechazable para pasar un San Valentín de amor y lujo, con todos los extras de la pasión convencional y empaquetada estilo Hollywood… excepto a Valentín.

Me planteo si mi ordenador, esa compañía que no falla pero no besa,  puede ocupar el puesto de solícito amante. Desestimo el pensamiento. Me planteo poner un anuncio para buscar lo que mi U. llama “un chulo” que hable bonito y finja que me ama mientras nos hacen un masaje a dos en un lecho de flores. Desestimo de inmediato el pensamiento.

“Tendrás miles de planes para el fin de semana de San Valentín”, me escribe mi solícito anfitrión, convencido de que una mujer “como yo” (así lo dice y yo debo rellenar los bordes de su imprecisión) debe tener tantos candidatos como pintalabios rojos (hay un pantone ilimitado entre los rouge y los atesoro con determinación de coleccionista del absurdo). Le digo que no me quejo, pero que  albergo una romántica sin cura y que he decidido no pasar ni un minuto con nadie que no resista un invierno a la intemperie. Con nadie que no me rescate de la carretera cuando me pierdo.  Con nadie que no sea sensible a la belleza y la bondad. Con nadie que no tiemble y se estremezca con una suite de Bach. Con nadie que no me ofrezca su espalda y su regazo cuando me tambaleo y que acepte mi alegría y mis ratos de sol como se acepta todo lo excepcional envuelto de costumbre.

Con nadie. Si es preciso.

Mi interlocutor se queda en silencio. Luego me escribe: “A lo mejor ese hombre dulce y atento está en el hotel. ¿Qué te parece si vas con una amiga y hacemos hueco al destino?“.

Justo me llama  L. Mujer sola, amiga sin descuento, y le cuento entre risas la oferta irresistible. “Pues me voy contigo y yo conduzco si hace falta, ya verás”.

Y decido que sí, que esto es un plan. Un San Valentín con Valentina. En una suite, tal vez, con dos camas king size y toda la emoción de un fin de semana libre de cargas. Y cenas a dos velas, sin baile en el salón. Y baños de vapor y aceites aromáticos. Y libros, y pijama de algodón. Y esa certeza, ya casi descarnada con el paso de la vida, de que un solo, una sola, son una vocación y hasta un destino. Pero que hay hay que estar dispuestos a que sucedan cosas. A que sean espejismos. A que pase la tormenta de polvo del desierto. A encontrarle, a encontrarla. A decirle adiós, a seguir tu camino. A asesinar al escepticismo. A volver a fijarte, un día de esos.

Con nadie, si es preciso. Con una amiga y el silencio, hasta que algo poderoso, irremediable, nos haga salir del cálido letargo.