Me deja caer mi adolescente que entre los de su edad está de moda poner cama de matrimonio en sus dormitorios. La miro fijamente y respondo que ni lo sueñe. Que eso es como saltarse medio tablero de la Oca. Que mi primera cama de matrimonio llegó con el matrimonio (ahí me veo carca cual Bernarda Alba, sí, y tiñosa porque ya me hubiera gustado tener una king size cuando me emancipé a los 23, pero no cabía en el dormitorio).

Le digo que no me consta que se le salgan los pies de su cama de 90 centímetros. Que el día que se caiga por falta de espacio me avise y le pondré una barandilla. Me mira furiosa.

Toda madre moderna se enfrenta a su vis más rancia y conservadora varias veces por semana. En mi caso, sin disimulo: “Ya les he dicho a mis amigas que no se dejen engañar por tus zapatos, tu ropa y tus labios rojos,  que eres una antigua y que no me dejas hacer nada“, me echa en cara la mayor constantemente.  Yo le saco mis últimos Pons Quintana de leopardo y ella se enrabieta un poco más.

Minichuki, que tiene la escuela de la rebeldía en casa, se me encaró ayer en el autobús porque quiere ir sola al colegio y dice “estar harta” de que la acompañe “como si fuera una pequeñaja“. Dos señoras que iban a nuestro lado se sonrieron y le dijeron: “Ay esa mamá que no te deja solita…“. La enana se mordió los labios y se ajustó la mochila, muy digna ante el diminutivo de la humillación -“que sepas que en un año seré preadolescente”, murmuró como amenaza final-.

Toda madre moderna de real life se pregunta a menudo si de verdad lo es. Dos minutos después calcula los años que le quedan con hijos en casa y planifica la demolición de un par de tabiques para entonces. El vestidor con sus espejos trucados. Y una cama aún más grande que la del matrimonio que ya fue, in ille tempore, dotado de apliques de luz con sensores de movimiento que te siguen cuando pasas página y cambias de postura. El vaso de agua, la vela aromática y una banda sonora para cada estado de ánimo.

En mi caso, además, sueño con un difusor de sustancias inductoras al sueño (legales, en principio), unos brazos que me acunen con ternura apasionada y desaparezcan suavemente y cambio de sábanas diario para estrenar el crujido del algodón blanco cada noche (ahí me repito, lo sé, pero las fantasías tórridas de cada uno son de cada uno).

Donde todo termina

Ayer mi adolescente me dijo que si pensaba celebrar San Valentín de alguna manera. Parece ser que entre sus iguales es muy cool regalarse rosas y abalorios.  Mi generación creció haciéndole ascos al santo de película del franquismo -no era moderno- pero sin rechazar cualquier flor, brote o matojo porque eran bienes escasos. Hasta que llegó un novio que regalaba flores cada semana y las chukis sentenciaron: “Un poco plasta, ¿no, mamá?”.

Toda madre 2.0,  moderna y con dos hijas resabiadas, sabe que debe escuchar y no reírse cuando la de once años, por ejemplo, asegure que “le han dejado de crecer las tetas, con lo bien que íbamos…” (un expediente X como otro cualquiera), que no entiende por qué no tiene más pretendientes que las niñas más cursis de la clase (si yo te contara, cariño, que las cursis, las tontitas y las coquetas arrasan…),  que ya lleva botas de fútbol del 38 (paranormal, ha crecido dos números en semanas) o que “las chicas tenemos tres agujeros, ¿te digo cuáles?” (ayer en la cena, sin ir más lejos. Le respondí que no era necesario, que su hermana y yo nos hacíamos cargo).

La única manera de solucionar las contradicciones de la modernidad cuando eres madre y te dan por todas partes cada noche es reírte a carcajadas. Entender que hay procesos que sucederán a tu pesar y hacer hueco en tu cama, de vez en cuando, a ese ser aún pequeño que se abraza y te clava las rodillas en los riñones mientras un dormitorio más allá la adolescente sueña con una king size y una madre mucho más moderna que le deje la casa para ella sola y la nevera bien llena. Y, a más a más, un ramo de flores en la mesilla para celebrar el amor cotidiano. El más valioso, el más desagradecido.