Homeland

Arranco el año enganchándome con alevosía y nocturnidad a la segunda temporada de Homelandhttp://es.wikipedia.org/wiki/Homeland_%28serie_de_televisi%C3%B3n%29. Para mí, atiborrarme de series solía ser una cálida rutina de pareja, como desayunar con el periódico y sin hablar apenas. Correr, sin embargo, es una actividad solitaria aunque de cuando en cuando lo haga con mis hermanos,  comentando el devenir de cada uno al compás de unas piernas que agradecen el esfuerzo y disparan las endorfinas.

Un día que arranca con jogging y termina con una serie de TV adictiva se me antoja un día perfecto.

Ayer entendí que he criado cierta fama de loba esteparia en la familia. Me lo dijo P., cuñado al que adoro porque se lo ha ganado a lo largo de muchos años de adaptación a esta familia ruidosa y zigzagueante. “Cuando tú te aíslas todos dicen: es que ella es así. Cuando lo hago yo me preguntan: “¿Se puede saber qué te pasa?”

La fama cuesta. Incluso la fama en tu propia casa. Entre “independiente” y “borde” hay un filo tan diminuto que si te descuidas caes en el pecado en lugar de en la redención. Cada miembro de un clan tiene un rol adjudicado desde la tierna infancia, y pobre de ti como te muevas de tu sitio. Porque la familia es un puzzle de mil piezas que encajan despues de muchos años de maniobras y gestos dubitativos, y cada vez que un acontecer lo rompe –léase divorcio, exilio, nacimientos o defunciones– hay que tapar el agujero o mover unas cuantas piezas de su sitio. Y eso desata temblores en el epicentro del volcán que es la grey de sangre común.

Ayer se me llenaba la boca de elogios hacia los míos cuando hablaba con A. Amigo que desde que se casó ha tenido que abandonar a su familia para entrar a saco en la de su mujer. El pobre hombre tenía la voz rota. “Hay días en los que me voy a la estación y compro un billete y me escapo”, confesaba después de animarle yo a una fuga cotidiana los jueves alternos. Su problema, quizás, es que es una pieza que no encaja en el puzzle matrimonial, y andan todos manoseándola para dejarla después, cuidadosamente, en el montón de las inadaptadas. Una pena.

Uno se casa con la pieza y con el puzzle, me temo. Pero ese pequeño detalle no se torna crucial hasta que pasan unos meses, unos años. La llamada de la sangre siempre es poderosa, aunque no seas un vampiro. En mi caso, todas las parejas han sido introducidas en familia y hubiera sido una catástrofe que no fueran aceptadas por un clan en el que hay que pedir la vez para intervenir en alguna de las cuatro o cinco conversaciones cruzadas a la mesa. Y donde hay un reloj de arena imaginario que establece el breve espacio para vender una idea, un comentario o una tesis doctoral.  Después de años de cuidadosa observación de las parejas que entraban he llegado a la conclusión de que mi puzzle sólo es apto para rapidillos capaces de hilar tres frases al vuelo y sentarse a una mesa en la que nadie espera a nadie y los platos de jamón duran lo que la cortinilla musical del Telediario.

Porque si te sales de las normas no escritas, serás condenado al ostracismo a menos que tengas una buena coartada: “tengo que escribir, tengo que leer, tengo que correr, tengo que quitar los piojos a las Chukis…” Y así estará garantizada tu supervivencia en la tribu. Eso si tienes suerte y has caído en una no carnívora. En el caso de mi querido A. me temo que ha ido a parar a las fauces de un clan de jíbaros que no descansarán hasta convertirlo en muñegote recocido.

Pero siempre le quedará el sueño del tren, de la estación y un plan escapista para poner fin a su desatino de pareja.

-¿Echas de menos a J.?, preguntó A.
-Sobre todo cuando me pongo un capítulo por la noche…
-En cuanto coja el tren para siempre voy a buscarte. Te quiero.

Al colgar ayer el teléfono pensé que, después de todo, no está tan mal ver Homeland en solitario, arropada por el calor de un edredón recién lavado y con muchas horas por delante para perderme en los enredos de Carrie y Brody, mientras mis chukis duermen y se preparan para hacer imposible la lectura del periódico en silencio.

Cuando una pieza del puzzle cambia, el puzzle se rompe. Pero no es dramático.  A veces sale una figura inesperada que termina por parecerte una obra de arte. Y lo llaman vivir.