Nada entorpece tanto, nada es tan desganado como la abundancia. ¿Qué deseo no se desalentaría viendo a trescientas mujeres a su merced..? Michel de Montaigne. Los Ensayos. (Primera lectura de mujer en un lunes cualquiera tras un domingo de alta revelación).

Ayer volví a la iglesia de las monjitas que cantan en la Plaza de la Paja de Madrid como si Dios habitara en sus gargantas. Creo que regreso siempre no sólo para templar mis oídos del tráfico, sino para buscar ser saciada de agnóstico absoluto. Aunque sea a través de otros, a través de la música y el arte. A las 12.30 en punto las beatas cesaron sus murmullos y se hizo el silencio sepulcral cuando las religiosas arrancaron sus notas de cristal  y J., que me acompañaba y era su primera vez, murmuró emocionado: “Me has traído al cielo”.

Esos ángeles  tienen las pieles blancas y frágiles, espaldas vencidas pese a su juventud y huesos doloridos de tanto arrodillarse. Siempre hacen su entrada sigilosas, y cuando cruzan sus miradas se sonríen como quien comparte la solución al jeroglífico de la vida y de la muerte. A mí, que aún no la he encontrado, me da mucha paz toparme con personas tan ajenas a la contaminación de la duda, y quisiera tocarlas por si son hologramas justo antes de que desparezcan, etéreas cual fantasmas, por la puerta lateral que las devuelve sin tregua a su clausura.

Plaza de la Paja

Añadiré que contaminando el coro hay un sacerdote que hace lo que puede para estar a la altura. Sin éxito, naturalmente. Ayer el evangelio hablaba de que los ciegos verán y los videntes dejarán de ver. Era una lectura bella y poética, pero el cura se encargó de destrozarla con un sermón en círculos erráticos imposible de seguir porque era un corto-pega de otros muchos sermones.  Ideal para romper la frágil fe de los que aún creen. Pensé cuántas personas allí presentes creerían en dios. Quién con inteligencia puede de verdad considerar que hay otra vida tras la muerte y que debemos pagar el bienestar futuro en incómodos plazos de presente. 

Pero esas mujeres de hábito vaquero son ángeles. Igual que Bach es dios. Y consiguen que el tiempo se detenga y un velo de dulzura te cubra la cabeza mientras miras el conjunto escultural de alabastro, magnífico, a tu derecha. Y nunca vas allí con nadie que no entienda, y me gusta acompañarme de gente inquieta que ha buscado a dios alguna vez y asume, como J, que de existir un dios duerme dentro de un hombre,  de una mujer, y entona un kirie y deja que esos curas sin armas repitan letanías huecas a un público entregado que a veces en silencio repasa la lista de la compra y se santigua: “tres latas de sardinas, en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo. Amén”.

Hay, debo contar,  una placita que conduce a ese cielo llamada la del Conde. Para los que no creaís en la otra vida, como yo misma, es un buen sucedáneo una mañana de domingo.  A ese paraíso se llega desde la plaza de la Villa, bajando por la calle del Cordón, y justo a la derecha. Un silencio atronador se impone allí, y desafía el burbujeo de la urbe para callar la boca a quienes piensan que Madrid es un monstruo y todas las sandeces y lugares comunes de quien sólo habita la Castellana y la Puerta del Sol. El puro topicazo geográfico.

Hay otros cielos, diría, pero están en uno. Se trata de buscarlos de mañana. Con ese frío despiadado que ha vuelto a una ciudad pecadora según esos estándares de homilía sin alma. Y se me ocurre que alguien debería organizar una ruta urbana. La ruta de dios para agnósticos, ateos y adláteres. Para gente sensible que aprecia la estatura grandiosa de unas notas salidas de gargantas que algo han visto algo que tú no viste. Y es una acto de fe como otro cualquiera. Una visita al cielo para quienes creemos que ni está, ni se le espera. Pero que hay seres capaces de acercarse un poco más, como esas monjas. Y si uno las escucha, domingo de mañana, se queda como dios.