Mi querida Big-Bang:

Quien se come una ostra en mal estado no olvida jamás esa agresión en el estómago. La sola visión del bicho húmedo y blando es un flashback a los peores retortijones del día de autos. Mi amiga M. está tan concienciada del peligro que, aunque se ha juramentado para no volver a probar nada que sepa a mar y tenga concha, no sale sin meter en su bolso un fármaco contra el shock anafiláctico. “Just in case, que fijo que lo mío es una alergia”.

“Comerse una ostra es como comerse una sirena”, decía anoche mi idolatrado Don Drapper/John Hamm en un capítulo de Mad Men. Esa serie magistral de diálogos trazados con bisturí donde se bebe, se fuma, se folla y se cierran contratos en decorados tan perfectos que dan ganas de volver a los sesenta y a esos hogares donde el tabaco entraba en la cama y las mujeres preparaban roast beef sin quitarse esos corsés puntiagudos. Con sus cinturas de avispa a prueba de indigestión y melodrama. Y con la frasca de whisky cerca por si una ostra matrimonial amenazaba con devolverles una marejada de bilis negra al ritmo enloquecido del twist.

¿Que si no puedo ser más concreta? Anoche abrí una ostra en mal estado y mi cuerpo se puso en guardia, me temo. Debí dejarla en la bandeja, ya sabes, pero una es ansiosa diagnosticada y no se resiste a probar un banquete exquisito sazonado con gotas de limón amargo. Reacciones adversas; picor, bloqueo emocional, desazón anafiláctica y vuelta al insomnio por todo lo alto. En esos casos quisiera fumar. Sacar el mechero y encender el pitillo despacio, proyectando una cortina de humo denso y sesentero, mientras con la otra mano me empujo un espirituoso madmenesco. Pero las mujeres modernas de real life hemos abrazado la corrección política como las bragas sin costuras, y curamos las indigestiones con Alkaseltzer y lágrimas. Luego suspiramos por un Don Drapper que nos rescate cual sirenas varadas en una playa de vodka donde las ostras se nos antojan más siniestras que las medusas portuguesas o los erizos gigantes. Negros, muy negros.