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condición de urbanita, se vino a vivir a la costa en un pareado con
vistas a la pared de otro, se compró un chucho sin pedigrí y se
echó un novio extranjero con el que visitar pueblos y alrededores
en otro idioma. De su vida anterior le queda una melena que
mantiene impecablemente tenida de rubio, el brushing inasequible a la
brisa marina que ensortija y destroza cualquier empeño por conservar
la ortodoxia del peinado, y una edad indeterminada entre los
sesenta y la taxidermia. En su rostro, algún que otro retoque de
jeringa o bisturí bien dosificado; su atuendo, esos blusones blancos
que quieren ser ad-lib y se quedan en lib. Los pies con pedicura
defectuosa y chanclas plateadas. Y una sonrisilla de satisfacción
que pega la hebra con cualquier vecino o extraño que se cruza en su
camino.
cogiendo carrerilla y terminan con un “ya nos veremos”
inconsistente y nada prometedor.
en un crucero al que mi hermana y yo fuimos con mis padres. Ella
andaba por los cuarenta y era la sexy de la oficina. El cañón del
Colorado. “La divorciada”. De todo el grupo profesional de mi
madre, era la única que nos parecía interesante. Por rubia, por sus
atrevidos escotes y por esa actitud libérrima, posibilista y
coquetona que parecí alterar por igual libidos, capitanes de barco y estabilidades
matrimoniales. “¿Ya has quedado con A. en el crepúsculo?”,
bromearían tiempo después mis hermanos a mi padre, que se tronchaba
de risa con el personaje.
hermana y yo observábamos su look renovado, el halo de su perfume y
esa actitud de comehombres que era de insondable tristeza. A
mí siempre me pareció una mujer muy sola, y me lo sigue pareciendo
en su retiro de la playa, aunque los años le han quitado afán y le
han dejado un poso de personaje irresistible y perdedor. Su casa, me
cuenta mi madre, “es una bombonera”. La pared del salón la
preside un retrato suyo de joven. “Yo llamaba la atención, no
creas”, dice la interesada, y uno piensa que hay mujeres
aferradas a la belleza que fue como un naúfrago a un tablón de
madera. Mujeres que fueron por su melena, por el destello de sus ojos
y por sus curvas endiabladas. Y que cuando pierden sus contornos
se quedan en nada y flotan a la deriva y se compran un perro y
cualgan su retrato en el salón. Y cuando lo miran sufren
irremediablemente. Y se buscan un hombre, un amor extranjero que las
ame por su presente, las distraiga y acepte que esas carnes olvidaran
la firmeza.
último bastión. Y una casita en la playa con vistas a un campo
destartalado y a una pared, la del vecino, que no la mira con deseo,
ya no. Y que la saluda por la mañana y le concede cinco minutos de
charla ligera y cremosa, una charla vichyssoise, y la deja mirándose
las uñas de los pies pensativa, y decidiendo que hoy toca ir al
pueblo y darse una repasadita. Y comprarse un blusón muy blanco y
muy lib. Por los viejos tiempos.