Hay expresiones cursis -“la banda sonora de tu vida“- y gente cursi hasta respirando. El cursi suele aferrarse a palabras y diminutivos como el mono a las lianas de la selva. Una tras otra para no pisar el suelo y darse cuenta de la risa que provoca.

La banda sonora de mi vida es un despiporre. Soy de las que aún compran discos sin orden ni concierto. Si para muchos la pregunta “¿estás casado?” resulta comprometedora, para mí lo es “¿qué tipo de música te gusta?”. La última vez que me la hicieron respondí algo tan impresciso como “Soy rarita, me gustan los fados, Bach, Antony (con Johnsons y sin ellos), Chet Baker pero sin poder darte cinco títulos de sus temazos, y Luisa Fernanda en categoría zarzuelas”. Fue lo primero que se me ocurrió, pero podía haber tenido el paso cambiado y recitado a Carlos Cano, Bebo Valdés o Nina Simone, Aretha Franklin o Gloria Gaynor, mi triunvirato negro de bailes en la cocina. O el Requiem de Mozart, mi valor seguro porque me lleva a una iglesia magnífica con olor a incienso y un retablo barroco de belleza mareante. O Susanita tiene un ratón en categoría nostalgia naif de infancia iconoclasta.

Ando elaborando una lista de mis 100 hits para un mandado editorial y me sorprende mi falta de coherencia. Al Steward o Don Mac Lean y de repente ¡Maria Dolores Pradera!. Con mucho menos los modernícolas y musiquillas me mandarían al paredón. No se puede ser Material Girl y entonar el Gaudeamus Igitur sin ser diagnosticado de bipolaridad aguda (importadores de litio, aquí os espero). Anoche un tipo con profundos conocimientos musicales contaba que no te puede gustar Supertramp y pretender ligar con nadie. Pues a mí me gusta Dreamer, señor mío. Y quien me quiera tendrá que aceptarme con mi viejunismo musical.

Eros Ramazzoti, de traca

Eso sí, juro que nunca coqueteé con Eros Ramazzoti, Luis Miguel, Laura Pausini (Cansini) o Gloria Stefan. Por si sirve de atenuante, señorías. Pero tuve mi etapa Julio Iglesias a los 15, más o menos, lo que retrata una adolescencia edulcorada y triste a nivel malditismo propio de la edad (adiós atenuante…).

A estas alturas de la vida no pienso construirme un personaje más atractivo desde las convenciones musicales de los culturetas postmodernos. Pasados los cuarenta te has ganado ir en chanclas y kaftán y ponerte de Charles Aznavour (mi amiga M. tiene entradas para un concierto que dará en julio a sus 90? años. Le he dicho que las guarde bien que lo mismo el hombre no llega a la cita y se convierten en joyas de subasta para fetichistas de la chanson). Lo más actual que tolero es el rap con enjundia letrera. Asumo a Calle 13 y tengo una hija de 12 años compositora de letras sobre ¿su vida? un tanto macarras y desgarradoras. Preferiría leer su diario íntimo, con eso os digo todo.

Todos los años me propongo regalarme un abono al Auditorio Nacional o al Teatro Real, pero nunca remato. Me gusta el ritual de arreglarme para ir a la ópera, pero también el de llevar un bocadillo a la Plaza Mayor para un concierto callejero. Nunca olvidaré la emoción de aquel concierto entre ruinas romanas, la brisa entre las teclas nerviosas del pianista y una bóveda cuajada de estrellas que parecían un decorado sobrenatural. Trastévere a tiro de bicicleta. O Mina a todo trapo en un hotel de Essauira, con terraza y vistas al corazón de la medina de un enclave que hablaba francés y aglutinaba mujeres tapadas al caer la tarde. El son de los tambores.

Cursis del mundo, debo reconocer que sí. Uno tiene la banda sonora de su vida que en realidad es la de muchas vidas. Tantas como cambia de piel. Y hay que dejar que entren artistas repelentes para perjurar años después de uno mismo, o aceptarse con generosa resignación. Maria Dolores Pradera sonaba en mi casa de pequeña y me sigue arrebatando con sus quiebros de voz aguardentosa. Es más, la juntaría con Charles Aznavour e iría  con mi amiga a ese concierto sintiéndonos tan jóvenes, la vida por delante y Supertramp espantahombres a la vuelta de la esquina.