Mi querida Big-Bang:
Por algún misterioso motivo que se me escapa, anoche mi invitado decidió declinar el plato estrella de mi menú, argumentando que había comido demasiado. Yo fingí que me lo creía y dejé al pavo en su fuente, rodeado de su destartalada guarnición. Y me sentí aliviada. 
Hay cosas que uno hace porque debe hacerlas. Forman parte de ritos sagrados que respetamos: el pavo navideño, beber cañas con el aperitivo (gran logro de mi 2010), fumar cuando entrevistas a un cantante porrero, santiguarte antes de encarar una pendiente de esquí o llamar mamá a una suegra un día de borrachera familiar cuando lleva quince años suplicándote que lo hagas. 
El amor nos arrastra al abismo de los rituales sadomasoquistas. Lo sabe bien mi querido J., que es capaz de quedar a comer con la mujer que ama y se acaba de casar con otro. Y prefiere echar sal a puñados sobre esa cicatriz porque no quiere olvidar. Sentir es mucho mejor que no sentir, imagino. Así que la otra noche brindamos con tres ginebras distintas (con sus respectivas tónicas distintas) por el amor que araña, por los ratos excelsos de lo que fue, por los cortes de mangas que hay que hacerle de vez en cuando al estricto sentido común y por la amistad. Esa que perdura aunque a uno le rompa en jirones el corazón una mujer bella, morena y de piernas largas.
Podría decirse que el desamor es un reto. Lo sabe mi querida L., que anoche cenó sola con su hija y anda cogiendo carrerilla porque el nuevo año la sorprenda sin lágrimas en los ojos. Lo sabe mi querido D., que este año estrenó sofá y paredes blancas en su nueva casa de divorciado, y que anda haciendo fotos a la M-4o sin saber que es un grito, un brindis al abismo de las luces. Lo sabe que querido M., que quería marcarse una elipsis desde ayer hasta el día 7 de enero, y que un día de estos dará señales de vida. “Vamos, hombre, que de desamor no muere nadie -le dije-” Y el tipo me contesta con varios ejemplos bien dramáticos de la literatura universal. Lo sabe mi A-1, que se niega a ser un trío porque el amor lo imagina siempre a dos. Y lo sabe mi A-2, que ama y desama, derramando su pena en esculturas prodigiosas. 
Pero quien mejor lo sabe es mi querida V., que este año perdió a su amor para siempre en una carretera, y anda rellenando su pena de vacío, como un enorme pavo que traga y traga como si tuviera un agujero sin fondo. Todos los pozos tienen suelo salvo cuando el shock te impide recordar lo que era un pozo, ¿verdad V.?
Me parece muy útil reservar el dolor para lo inevitable. Un chino que me daba masajes lo resumía así: “Si tiene arreglo, ¿por qué te preocupas? Y si no lo tiene, ¿por qué te preocupas?” Inevitablemente mi pavo está destinado a la basura. Lloro por él cual plañidera sobreactuada. Inevitablemente el Requiem de Mozart me da alas y hay trozos que canto con voz de cazalla. Lloro por Mozart. 
Inevitablemente mis amigos con heridas de amor sentirán que un día de estos ya no sangran y se han parado un rato más de lo normal delante de otra morena de piernas largas, o de un rubio cahondo y multiusos como mi idolatrado Calleja. 
O, mucho mejor, se sentirán cómodamente instalados en su soledad. Y aquí, lo saben, tienen una amiga dispuesta a sacar el pavo en abril y escenificar una noche buena de las buenas. Brindo por vosotros y por que lo que ha unido Mozart no lo separe un menú maltrecho!