Un chamán me predijo que acabaría con un arquitecto. Una bruja y un psicoanalista me lo habían aventurado tiempo atrás.

Sí, es un disparate pero creo que amo la arquitectura porque él anda por ahí. También porque un día me quedé suspendida en un edificio de Niemeyer, como un platillo volante enmedio del paisaje lunar, y sentí que no había costuras, ni esqueleto alambicado, ni efectismo. Era poesía de hormigón armado. 

Mi incultura en la materia me impide ir más allá del sentimiento. Niemeyer, que acaba de morir con casi 105 años, era un héroe para mí y así se lo hice saber a mis chukis el día que las llevé a rastras a la formidable exposición de la Fundación Telefónica, hará un par de años http://www.universoinmobiliario.com/2010/12/08/fundacion-telefonica-exposicion-de-oscar-niemeyer/.  Recuerdo a la enana metiendo sus deditos en la maqueta de la sede del Gobierno, en Brasilia, hasta alcanzar los coches en miniatura para comprobar si rodaban por aquel espacio curvilíneo y alejado de toda solemnidad postiza. Recuerdo lo que pensé ante la sede del poder que este hombre, comunista acérrimo, ideó para representar lo que entendía por autoridad: algo maleable, sin aristas ni onomatopeyas. Y ese algo debía residir en un espacio donde la espalda de todos los hombres siempre hallaría acomodo.

Ese día tuve una gran bronca con las chukis. Me dolió que no compartieran conmigo la emoción. Ahora entiendo que era un afán absurdo. Como mucho, saldrían -salieron- con una básica lección aprendida: ese señor tenía más de cien años y seguía soñando edificioa para el acoger la humanidad exigua del ser humano, tan maltrecho. “Es el arquitecto de las curvas”, recitó Minichuki a la salida, y aún se acuerda.

Admiro la arquitectura porque lo encierra todo: la visión del mundo, de los hombres y hasta de dios. Tiene, debe tener, un toque imprescindible de filosofía y mucha carga política sin dejar de ser poética. Y claro, no hay tantos arquitectos capaces de alcanzar este estado de gracia. Niemeyer, me parece, era uno de ellos. Y no puedo imaginar una vejez más plena que la suya, aunque cuando tu mente corre mucho más que tu cuerpo debe ser una tortura. Pero si una vida vale lo que uno deja alrededor, la estela de emoción, inspiración, suspendida para que otros la hagan suya, el legado de este genio merece su propia enciclopedia.

Con la misma vehemencia que amo a los arquitectos puros he ido desarrollando un rechazo por el efectismo. Mi arquitecto, ese que aún no conozco, trabaja en silencio sobre un plano en el que borra líneas prescindibles como el escritor debe borrar palabras que no aportan. Llegar a la pureza es un trabajo duro y noble. Un poco de aquí, otro de allá, hasta que tienes claros los tres pilares que sospendrán una mole que debe parecer un peso pluma. Y ser habitable, y no escupirte cuando atraviesas sus puertas. Y eso vale, me parece, tanto para la arquitectura como para la escritura o la pintura.

Querido Niemeyer, qué suerte haber tenido una vida tan plena. Y largarte de este mundo después de haberlo recorrido demasiado tiempo, como un vampiro que atraviesa los siglos. Y, justo antes de exhalar el último suspiro, haber susurrado “ahí os queda eso”. No se me ocurre una muerte más épica. Descansa en paz.