Anna Karenina

Ayer fui a ver Anna Karenina y disfruté. Sospechaba que la crítica le habría hecho trizas, como así ha sido. La crítica, estoy segura, no ha leído a Tolstoi. No en todos los casos. Pero alegar discrepancias entre texto original y adaptación al cine siempre es un misil certero en línea de flotación del público, aunque tampoco se haya leído la novela.

Me temo que no he leído Anna Karenina, que los dioses me perdonen. He estudiado a Tolstoi, Guerra y Paz es uno de mis novelones favoritos, y ayer, lo siento, pasé un gran rato viendo la película, envuelta en las brumas de su música, magistral, embriagada con la belleza de Keira Knightley y de los demás, absorta en el frufrú de los vestidos, las texturas y los colores (que al parecer sí han merecido premios). Admirada de cómo Joe Wright, el director, se enreda en la treta de vendernos la historia como una magnífica representación teatral donde los tonos pasteles, empolvados, los movimientos de ballet y las miradas asumen la carga de una historia sobre la pasión. Eso que no queda sepultado aunque la crítica, esa que leo y algunas veces sigo, ya ha sentenciado.

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia
infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”.

Leon Tolstoi

Sí, debo leer ya Anna Karenina porque este arranque no permite detenerse. Pero ayer, insisto, me dejé llevar por la historia de la adúltera y el amor fou, y me pareció que la visión moral del Tolstoi está recogida en esa película tan denostada. Menosprecio de corte, alabanza de aldea. Pasión frente a razón. El amor puro e ideal de Levin hacia Kitty frente al arrebato de Anna y Vronsky, que sólo puede acabar con la destrucción y la muerte. Pero que quema, y mientras quema es un espectáculo y no puedes apartar la vista de sus llamas.


Seguro que todos esos críticos tienen razón y Anna Karenina está llena de errores, artificios y delirios cercanos al kitsch. Hay secuencias que parecen anuncios publicitarios, blancos nucleares imposibles, pelirrojos subidos de tono, pupilas azules tocadas con photoshop. Pero no engañan a nadie, creo que no lo pretenden. Y lejos de sentirme decepcionada me dejé llevar por su potencia, y bailé cuando bailaban, y besé cuando besaban.

Y entre razón y sentimiento, mi querido Leon Tolstoi, elegí sentimiento. Y espero no ser condenada a morir entre las vías de un tren por ello.

Y creo que una película tiene vida propia al margen del texto del que partió. Se llama adaptación libre. Coppola lo hizo con Drácula -película magnífica, desde luego- y todos le aplaudieron. Y la crítica subrayó la fidelidad de la historia a la novela.

Pues no es así. Habré leído diez veces la obra de Bram Stoker y el amor del conde que cimentó la versión Coppola brilla por su ausencia.

Los críticos, naturalmente, no habían leído la novela. Pero se creyeron el dossier. Y el boca a boca hizo el resto.