Mi querida Big-Bang:
Los rellenos han hecho mucho daño a la humanidad. Lo pensaba el otro día, viendo la ceremonia de los Goya, cada vez que enfocaban a ciertas actrices coetáneas que siempre han estado buenas, pero que por arte de birlibirloke y algo de química se les está poniendo cara de lagarto recauchutado. Luego, en la Berlinale, a pocos metros de Vanessa Redgrave, me reconcilié con la humanidad que envejece. Esa mujer se ha cincelado cada arruga y la luce con su mirada inteligente no apta para ácidos hialurónicos ni hilos dorados que estiran todo menos la imaginación.
No es que esté en contra del retoque, y hasta de la transformación radical. Al revés. A mí me juras que con unos pases mágicos quedo como Demi Moore y me lanzo al vacío (sin Ashton, desde luego). Pero lo que vi en el patio de butacas del Teatro Real no era para premios, y si el cine español va mal lo mismo podría tener relación con las transformaciones sobrenaturales de esos labios, de esos pómulos y de esas frentes.
¿Todassss? No. Ahí estaba Icíar Bollaín, cuya película he criticado con dureza, mostrando una piel sin bótox que se adapta a su sonrisa quinceañera. Más Redgrave que otra cosa, la mujer asimiló con entereza y los pliegues en su sitio el triunfo radical de Agustín Villaronga y su Pa Negre. Una peli que no he visto donde las mujeres tienen la edad que tienen y el director parece sacado de otro tiempo. Y hasta de otro espacio.
Sí, los rellenos ocultan y a veces ensombrecen. Pensemos en las croquetas, las hombreras, o los discursos de algunos próceres de la política mundial. Les quitas la harina, la gomaespuma de más y las palabras vacías y se quedan en nada. Como yo misma, cada mañana, en este diván donde me desperezo y practico mis ejercicios cotidianos de la eterna juventud. Siempre pensando en un objetivo: Quiero ser Vanessa y rellenar mis lagunas con una sacudida de melena acompañada de esa mirada azul que derrite a los tontos e hipnotiza a la platea.