En mis años de universidad llevaba botas y pantalón de montar, me hacía frecuentes destrozos en el pelo, besaba lo justo y bebía… Trina de naranja.

Lo del Trina no lo recordaba en absoluto, pero esas que se dicen mi amigas íntimas me lo recordaron anoche, entre cervezas y pinchos por el Barrio Húmedo de León.  Beber Trina con 20 años es como llevar diadema en el pelo a los 30  o sujetador y braguitas de pingüinos pasados los cuarenta. Imagino que mi desapego al alcohol, que duró hasta bien entrada la treintena, me convertía en una friki. “Y no sólo eso, es que tu novio de entonces pedía leche o Coca-Cola”, añadió C. para intensificar mi humillación.

En mis primeros años de universidad tenía un novio muy listo que estudiaba física, bebía leche y si podía se apuntaba a nuestros viajes. Pero lo peor es que yo pedía Trina naranja en aquellas noches locas de Moncloa y alrededores. Con esas credenciales nunca podré llegar a ninguna parte en el malditismo intelectual. Serían las idóneas para ingresar en un convento, para dar una conferencia en una asociación rural de amas de casa o para que me hagan la ola en una residencia de ancianos.

Creo que todos tenemos derecho a inventar un pasado acorde con nuestras expectativas y, sobre todo, con las ajenas. El problema es que habría que eliminar sin dejar huellas a las personas que te conocen de entonces y conservan los recuerdos con esa memoria de tísica que sale a pasear una noche de reencuentro y calles carnavaleras donde cada esquina es un hallazgo arquitectónico y la majestad de esa catedral te deja muda, traspasada e imaginando cómo se sentirían en la Edad Media ante semejante mole.

Sólo Dios o el diablo podían alojarse entre sus magníficos muros, arbotantes, botareles, gárgolas y toda esa nomenclatura fascinante de las catedrales que anoche mis amigas del alma y yo recitábamos como ex alumnas aplicadas bordeando sus contornos iluminados de fuego.

Pensé que las ciudades no pueden eliminar su historia. Está labrada en sus adoquines, en los balcones esquineros, en las jambas de las puertas y en el silencio sonoro de sus iglesias. Pero yo sí podré, vive dios. El Trina era una mariconada. Es lo que pide Minichuki los días en los que me siento generosa y la invito a “aperitivo con refresco”.

(Alguien que bebe Trina es alguien que en su día escuchó a María Ostiz o a Roberto Carlos. Terrorífico). 

Mi plan es simple. Envenenaré a estas que se dicen mis amigas cuando bajen a desayunar. Haré tabla rasa y escribiré un diario con experiencias de bajada a los infiernos, absenta y delirios de sexo duro a los diecisiete. Después, sobornaré al exnovio de los vasos de leche para que jure que nunca me conoció se le preguntan, y renunciaré a las botas de montar aunque la pasarela las resucite cada dos o tres temporadas.

Dexter, te necesito.

(Anoche, después de varias cañas mi estómago se cerró en banda alcohólica y tuve una regresión. “¿Qué vas a tomar entonces?”, preguntaron mis íntimas, las de la buena memoria. Yo, casi sin pensar y muerta de sueño respondí: “Un Trina de naranja”)